Mafioso

Un viaje largo y corto desde Sicilia

Por Emiliano Fernández

Todas las variantes de la comedia italiana de posguerra deberían ser declaradas patrimonio de la humanidad -desde la costumbrista y la picaresca, pasando por la irónica y la delirante, hasta llegar a la social/ neorrealista y la cargada de humor negro- ya que no sólo retrataron de pies a cabeza el sentir estrafalario del pueblo italiano del Siglo XX sino que además nos regalaron un espejo invaluable en el que todos los latinos podemos vernos reflejados en tal o cual aspecto de aquella idiosincrasia tan típica como pertinaz que todavía no había sido sometida a los procesos de sincronización cultural que llegarían con la posmodernidad, la globalización y el capitalismo salvaje de finales de dicho siglo y comienzos del siguiente, este que estamos atravesando. Antes del borramiento casi total de la identidad italiana y su tendencia de las últimas décadas a acoplarse con su homóloga del resto de Europa y del mundo bajo rasgos estancos y ya indistintos, lo que por supuesto afectó profundamente a su cine y llevó al declive cultural que golpea al país -y a muchísimas naciones más, a decir verdad- desde la década del 90 hasta nuestros días de la mano de una estandarización muy cercana a la industria del espectáculo yanqui, existió una gloriosa serie de directores que se especializaron en mayor o menor medida en la llamada “commedia all’italiana”, como por ejemplo Mario Monicelli, Luigi Comencini, Dino Risi, Marco Ferreri, Vittorio de Sica, Federico Fellini, Pietro Germi, Ettore Scola, Lina Wertmüller y Pasquale Festa Campanile, entre muchos otros, quienes supieron analizar el rebusque, la efervescencia, la picardía, la estupidez, la sensualidad, las gesticulaciones, el conservadurismo, la ingenuidad y a veces lo maquiavélico disfrazado de sonrisas que pretendían ocultar el sustrato autodestructivo propio de una cultura que hizo del humanismo y las reacciones viscerales sus marcas registradas a ojos del resto del planeta. Ahora bien, fue Alberto Lattuada, un señor más ecléctico que la mayoría de sus colegas realizadores y más volcado hacia las vertientes del drama, quien nos ofreció una de las comedias más inusuales de su tiempo, Mafioso (1962).

 

La película que nos ocupa es un raro exponente de la comedia negra italiana que deriva hacia el drama hecho y derecho y sin ningún tipo de aliciente cómico final, precisamente empezando en un terreno retórico más o menos tradicional de ese mainstream autóctono que todavía flirteaba con el neorrealismo posterior a la Segunda Guerra Mundial, el del burgués con estabilidad familiar y un buen pasar económico que sin saberlo -o sin tomar conciencia del todo porque no puede dejar de autoengañarse a puro narcisismo- se mete en la boca del lobo de las redes del poder y/ o los misterios de la connivencia popular más o menos tácita, para a posteriori decantar en una fábula cada vez más y más lúgubre que por un lado exacerba el asunto exponencialmente, enfatizando que cualquiera puede llegar a transformarse de un momento a otro en su opuesto tan temido bajo la presión adecuada, y por el otro lado parece tirarse de cabeza en la pileta del film noir estadounidense o francés de las dos décadas anteriores, aquel de los 40 y los 50, aunque todo encarado desde esa singular perspectiva picaresca de Italia y sacándole el máximo jugo a los latiguillos que -ya en términos más concretos- vinculan a la Isla de Sicilia con la temible Cosa Nostra, una de las organizaciones criminales más extendidas de la historia moderna. Antonio Badalamenti (Alberto Sordi) es el eje absoluto de la faena, un jerarca muy perfeccionista encargado de los controles en una fábrica automotriz de Milán que renuncia a un bono salarial extra para ampliar su período vacacional a 15 días, en los que pretende llevar a su familia a conocer su terruño siciliano y esa parentela bien rústica que lo vio nacer y que jamás salió de la isla para visitar a la bella esposa rubia del protagonista, Marta (Norma Bengell), y a sus dos hijas pequeñas, Cinzia y Caterina. Los padres del hombre pronto se dan cuenta que Marta es una burguesa algo engreída y vanidosa que por cierto no ve con buenos ojos la pobreza en la que viven, las gallinas recorriendo la morada, los bigotes de la hermana de Antonio, Rosalía (Gabriella Conti), y sobre todo la omnipresencia de la violencia mafiosa en el lugar.

 

De a poco la norteña se gana el cariño de sus suegros -especialmente cuando depila con cera los bigotes y el cuerpo de Rosalía- y se va adaptando al clan de su marido y a la cultura siciliana, caracterizada por una risueña obsesión con la comida copiosa, el pudor femenino, las supersticiones, los códigos de silencio criminal, un machismo algo infantil y recatado, las reuniones comunales recurrentes, algunos prejuicios y cierta parquedad ciclotímica tendiente al lisonjeo o la confrontación, no obstante cuando Badalamenti por fin se relaja es requerido por la autoridad máxima del pueblito ignoto de turno, el tétrico Don Vincenzo (Ugo Attanasio), para que pague un favor evidente de antaño, vinculado con haberlo metido en la fábrica desde el vamos, y otro más reciente, cuando “convenció” a un vecino, Don Calogero (Francesco Lo Briglio), para que le venda un terreno de su propiedad a un precio accesible y bien lejos de los montos inflados que pretendía cobrar por metro cuadrado, todo porque Antonio desea construir allí una casa vacacional. El trabajito en cuestión se vincula con matar a alguien sirviéndose tanto de la buena puntería del protagonista como del hecho de que vive en Milán y nadie lo conoce en la ciudad de la futura víctima, nada menos que Nueva York, hacia donde viaja enclaustrado en una caja para luego ser escoltado hacia una barbería en la que se encuentra el agente de la perfidia que merece fallecer según Don Vincenzo, según su mano derecha, el sobrino Don Liborio (Carmelo Oliviero), y según sus amigotes en las sombras de la Cosa Nostra. El maravilloso guión de Rafael Azcona, Marco Ferreri, Bruno Caruso, Agenore Incrocci y Furio Scarpelli coquetea por lo bajo y al mismo tiempo evita las clásicas caricaturizaciones de la commedia all’italiana, aun en la primera parte correspondiente a la fábrica milanesa, el arribo a Sicilia y los primeros encontronazos silentes entre Marta y la familia de Antonio, ya que aquí el núcleo narrativo va pasando de manera paulatina desde la aspereza y desconfianza semi obtusa de los pajueranos del sur hacia los vínculos de Badalamenti con el costado menos turístico o “luminoso” de la isla.

 

Lattuada supo entregar otras obras interesantes como la neorrealista El Bandido (Il Bandito, 1946), la recordada Luces del Varieté (Luci del Varietà, 1950), codirigida por un Fellini que estaba debutando, El Abrigo (Il Cappotto, 1952), estupenda adaptación de un cuento corto de Nikolái Gógol, Tentación Prohibida (Così Come Sei, 1978), eficaz melodrama sobre un romance entre Marcello Mastroianni y Nastassja Kinski, y la ambiciosa propuesta colectiva Amor en la Ciudad (L’Amore in Città, 1953), encarada junto a Fellini, Risi, Cesare Zavattini, Francesco Maselli, Carlo Lizzani y Michelangelo Antonioni, sin embargo es Mafioso donde mejor quedan reflejadas sus dos preocupaciones temáticas de siempre, hablamos de esa sensualidad femenina que quiebra la previsibilidad abúlica del contexto (de hecho, todos los desajustes culturales que experimenta Antonio se deben a la presencia de su esposa, una burguesa común y corriente acostumbrada a las comodidades urbanas modernas que no cuadra en un primer momento dentro del conservadurismo de “cabezas gachas” de las sicilianas más toscas y entradas en años) y esos cambios existenciales que muchas veces provocan que lo negado salga a flote de nuevo a pesar de lo que piense o pretenda el protagonista (Badalamenti construyó en su mente una imagen romantizada de Sicilia a la distancia y luego de mucho tiempo sin regresar a su tierra, por ello los clichés supuestamente positivos se le vuelcan hacia lo negativo desde la mirada de su esposa, quien no está contaminada por la nostalgia ridícula de un cuarentón que experimenta de a poco el déjà vu de la complicidad social delictiva aunque ahora llevada al extremo de convertirse él mismo en sicario). La celestial Bengell está muy bien pero es Sordi quien se lleva todas las palmas, intérprete legendario que se hizo conocido vía dos opus geniales de Fellini, El Sheik (Lo Sceicco Bianco, 1952) y Los Inútiles (I Vitelloni, 1953), y que aquí maneja a la perfección el cambio de registro desde la comedia costumbrista, centrada en un hombre que trata desesperadamente de ajustar la realidad a su concepción idealizada de la isla, hacia el retrato de la degradación moral de quien debe cometer un asesinato frente a la amenaza permanente de perder a su familia bajo el yugo de Don Vincenzo y sus esbirros, quienes incluso están vinculados con el director de la fábrica automotriz de Milán -recordemos que el tal Doctor Zanchi (Armando Tine) le entrega un regalo al don, un corazón con piedras preciosas que simboliza a la misma Sicilia y al encargo homicida, y el capo a su vez se lo obsequia al cura del pueblo, otro claro secuaz- y no se andan con muchas vueltas cuando le aclaran que la manipulación abarca “un viaje largo y corto” porque cuando “mamá ordena, el niño obedece”: así como los muchos kilómetros entre Sicilia y Nueva York se surcan con la rapidez de una aeronave, el paparulo de Antonio descubre que en algunas oportunidades cortar los lazos con el pasado es la mejor opción si no se quiere revivir viejas condenas que nos hablan de individualidades que pueden haber superado las privaciones o el vasallaje de antaño aunque sin que ello implique que lo comunal haya experimentado una metamorfosis semejante, más bien todo lo contrario debido a que los inconvenientes y miserias nacionales suelen tener una sobrevida que supera por mucho la existencia de los sujetos, la de sus hijos y la de los hijos de sus hijos. A la par exponente de las odiseas de pactos mefistofélicos y de las farsas sardónicas en torno a la hipocresía burguesa y los cadáveres guardados en lo más recóndito de la memoria, el opus de Lattuada sistematiza todos los estereotipos todos alrededor de la mafia y se abre camino como una de las mejores y más sutiles parodias del crimen organizado modelo italiano de la historia del cine y como una exploración precisa y cuasi kafkiana de la mediocridad intrínseca que nos devuelve al redil sin que en verdad importen nuestras ilusiones de progreso ideológico, cultural, económico, político o social…

 

Mafioso (Italia, 1962)

Dirección: Alberto Lattuada. Guión: Rafael Azcona, Marco Ferreri, Bruno Caruso, Agenore Incrocci y Furio Scarpelli. Elenco: Alberto Sordi, Norma Bengell, Gabriella Conti, Ugo Attanasio, Carmelo Oliviero, Francesco Lo Briglio, Michèle Bailly, Lilly Bistrattin, Armando Tine, Cinzia Bruno. Producción: Dino De Laurentiis y Tonino Cervi. Duración: 103 minutos.

Puntaje: 9