Lago de los Muertos (De Dødes Tjern)

Una cabaña esotérica

Por Emiliano Fernández

Lago de los Muertos (De Dødes Tjern, 1958), de Kåre Bergstrøm, puede ser interpretada como el típico ejemplo de película muy querida en su ámbito nacional específico, en este caso Noruega, aunque casi completamente desconocida para el grueso del planeta por cuestiones tanto de aislamiento cultural como del clásico imperialismo hollywoodense, lo que nos deja todo servido para recuperar ese viejo y sabio adagio que relativiza la distancia material y simbólica entre regiones en apariencia muy diferentes porque todos somos seres humanos con idénticas miserias y alegrías, algunos pasándola bastante peor, desde ya. Al igual que todo el resto del planeta con una industria cinematográfica más o menos en funcionamiento que no sea la estadounidense, es decir, dejando fuera a zonas del globo en extremo pobres o bastante herméticas, el acervo de Noruega nació prácticamente a la par del mismo séptimo arte y durante buena parte de la primera mitad del Siglo XX se dedicó, como toda industria marginal con subvenciones estatales, a tratar de sobrevivir rodando variaciones de los clásicos folletines vinculadas al drama, la comedia, el romance e incluso en algunas oportunidades a las faenas bélicas o de aventuras, hasta que la llegada de las décadas del 60 y 70 produjo la ansiada renovación y luego a partir de los 80 el país se acopló a esa lamentable sincronización cultural que comenzó a achatar los contenidos del entramado audiovisual de todo el mundo para adaptarse al gusto promedio norteamericano, convertido en el único válido en términos de exportación, y por ello la globalización trajo consigo la paradoja repetida de comenzar a conocer a una flamante camada de cineastas nórdicos que se parecen a muchos otros realizadores y guionistas del ecosistema mundial, ya ampliamente destruida la capacidad de incluir en serio ingredientes, sabores o episodios autóctonos verdaderos tanto bajo el esquema de distribución todavía tradicional de los 90, aquellas salas y video hogareño, como en el streaming posterior, ya en este nuevo milenio.

 

Muchísimo antes de la colorida amalgama de artistas del ámbito cinematográfico noruego contemporáneo especializados en mayor o menor medida en los campos del thriller y el terror, hablamos de gente muy variopinta como Tommy Wirkola, André Øvredal, Joachim Rønning, Espen Sandberg, Joachim Trier, Eskil Vogt, Roar Uthaug, Pål Sletaune, Hans Petter Moland, Morten Tyldum y el adelantado Erik Skjoldbjærg, Lago de los Muertos fue uno de los primeros exponentes del formato dentro de las fronteras nacionales y por ello es muy tenida en cuenta dentro de la historiografía oficial de su país porque en aquella época sucedía exactamente lo opuesto con respecto al presente, así el suspenso y los espantos eran asuntos hollywoodenses y el melodrama con sabor nativo, dominado por cineastas como Tancred Ibsen, Leif Sinding y sus acólitos, le peleaba casi de igual a igual a la competencia lacrimógena que venía de Estados Unidos y el resto de Europa. Justo como toda rareza de su tiempo que con el transcurso de las décadas subsiguientes se transformó en una joya por descubrir o un simple pivote/ propuesta vanguardista según la perspectiva del revisionismo histórico cultural y la memoria cinéfila en general, el opus de Bergstrøm, asimismo autor del guión e inspirándose en la novela homónima de 1942 de André Bjerke, hoy por hoy es considerada una de las mejores películas del cine noruego y lo curioso del caso es que en esencia esta pequeñísima obra de 77 minutos y una única locación, una cabaña visiblemente encantada, quiebra, tuerce o subvierte todas las expectativas que el espectador posmoderno pudiese acumular en relación al formato del thriller o el mismo aislamiento del colectivo de turno, por un lado ganándose el mote de pionera de la premisa “cuidado con las vacaciones en el ámbito bucólico o inhóspito y con las leyendas locales que arrastran un potencial de matanza” y por el otro lado negando toda pompa símil jump scares en favor del misterio, una atmósfera siempre intranquila y las discusiones sobre las incógnitas e hipótesis varias.

 

La historia se centra en burgueses cuarentones de Oslo que viajan a una voluminosa cabaña en lo más espeso y solitario del bosque de Østerdalen, nos referimos al psicoanalista Kai Bugge (Erling Lindahl), el abogado Harald Gran (Georg Richter) y su prometida Liljan Werner (Henny Moan), el escritor de novelas policiales Bernhard Borge (Henki Kolstad) y su esposa Sonja (Bjørg Engh), y el editor de una revista Gabriel Mørk (André Bjerke). Al llegar al lugar descubren que el residente, Bjørn Werner (Per Lillo-Stenberg), el hermano de Liljan, no sólo no está sino que parece que se suicidó en un lago cercano luego de matar a su perro de un tiro de escopeta, lo que prontamente desemboca en el descubrimiento de su diario personal en la cabaña y la conjetura de que cayó en las garras de la locura o mejor dicho, de una leyenda vernácula que se remonta al constructor del inmueble, un tal Tore Gråvik (Leif Sommerstad), loquito con una pierna de palo a lo pirata de los mares, que un siglo atrás estaba enamorado de su propia hermana y por ello cuando la descubrió junto a su amante los mató a ambos usando un hacha y arrojó los cadáveres en el mentado espejo de agua, donde tres días después se suicidó ahogándose en lo que constituyó el inicio del mito de que cualquiera que ose habitar el lugar será poseído por el espíritu de Gråvik y obligado a suicidarse en las aguas, con el detalle adicional de que en determinado día del año -muy próximo, desde ya- se pueden escuchar sus alaridos en la zona. Las distintas perspectivas comienzan a chocar de inmediato en la cabaña y los acontecimientos extraños se acumulan, como por ejemplo el aparente sonambulismo de Liljan, quizás una médium que no puede evitar dejarse llevar hacia el fondo del lago, y el bizarro ahogamiento de Harald, a quien el resto encuentra muerto apenas unos minutos después de su ingreso en las aguas, hecho que también parece responder a una cruel inducción o condicionamiento metafísico que deja desconcertados a los turistas y al oficial de policía de la comarca, Bråten (Øyvind Øyen).

 

Más allá de que la resolución en sí es relativamente sencilla y previsible para el espectador conocedor de la dinámica retórica del gremio de las casas embrujadas y las maldiciones en secuencia, ahora por supuesto con Bjørn siendo poseído por Gråvik y por ello obligado a mantener una conexión telepática -platónica aunque incestuosa- con Liljan y a facilitar el fallecimiento de su pareja, el chupasangre jurídico, el verdadero interés que despierta el film es doble porque en primera instancia se sostiene muy bien como proto propuesta de género duro en una época, como decíamos, de escasez casi absoluta de relatos perversos y/ o para adultos no tan conformistas como el estándar del vulgo, planteo que se apoya tanto en la imaginería surrealista de Bergstrøm como en el excelente desempeño de un elenco a mitad de camino entre la impostación teatral o cuasi hollywoodense propia del período y un naturalismo avant-garde que le calza como anillo al dedo a una epopeya de angustia in crescendo; y en segundo lugar la película puede ser leída como el eslabón perdido entre el cine de damiselas etéreas al borde de la demencia, en sintonía con Un Grito de Terror (Taste of Fear, 1961), de Seth Holt, y Carnaval de las Almas (Carnival of Souls, 1962), de Herk Harvey, y todo el posterior de las barracas rústicas del desasosiego, ese que va desde Diabólico (The Evil Dead, 1981), de Sam Raimi, hasta La Cabaña en el Bosque (The Cabin in the Woods, 2011), opus de Drew Goddard, amén del hecho de que Lago de los Muertos anticipa muchos motivos de Psicosis (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, y Los Inocentes (The Innocents, 1961), de Jack Clayton, entre otras odiseas semejantes. El esoterismo de impronta folklórica de Bergstrøm incluso retrata con sagacidad las combates dialécticos, en gran medida el eje principal de la faena, entre aquellos que creen en el suicidio tradicional como explicación de todo, los otros que apuestan a lo sobrenatural asesino en tanto fuerza maligna todavía presente en el lugar y el resto que se la pasa expectante o temeroso ante las repercusiones que ambos discursos pudiesen tener, lo que sitúa en primer plano la jugada del convite de evitar todo fundamentalismo y combinar los dos alegatos ya que la posesión dice presente pero también la manipulación más burda, como esa que permitió el óbito de Gran y aquella otra que lleva en el desenlace a sacar de lo profundo del bosque a un Bjørn metamorfoseado con Gråvik gracias a un señuelo, Sonja, que se hace pasar por la hermana del poseso, Liljan. Otras características bastante singulares de Lago de los Muertos son la genial fotografía de Ragnar Sørensen, de corte a veces expresionista, la música de Gunnar Sønstevold, sorprendentemente chillona en los instantes más álgidos, y este esquema coral de fondo que de a poco despunta en los verdaderos protagonistas, no los carilindos o las “hembras florero” en cuestión, como acontece casi siempre en el cine actual, sino el experto excluyente, el psicoanalista Bugge, y el escritor de literatura policial, ese Bernhard Borge del hilarante y perfecto Kolstad, dos personajes que en cualquier otra faena del rubro irían a parar al manojo de secundarios de manera automática y que en esta ocasión hegemonizan el relato con su catarata de conjeturas, bellas sospechas y tentativas para resolver el enigma…

 

Lago de los Muertos (De Dødes Tjern, Noruega, 1958)

Dirección y Guión: Kåre Bergstrøm. Elenco: Erling Lindahl, Bjørg Engh, Henny Moan, André Bjerke, Per Lillo-Stenberg, Øyvind Øyen, Georg Richter, Inger Teien, Leif Sommerstad, Henki Kolstad. Producción: Bjarne Stokland. Duración: 77 minutos.

Puntaje: 8