El Jefe (Il Boss, 1973), la tercera parte de la Trilogía Milieu del director y guionista italiano Fernando Di Leo luego de Milán Calibre 9 (Milano Calibro 9, 1972) y La Mafia Ordena (La Mala Ordina, 1972), deja de lado aquellas mexicaneadas de los dos eslabones previos, recurso clásico del film noir a la hora de retratar el canibalismo del hampa y prácticamente todos los rubros del capitalismo, y opta en cambio por explorar un tópico que mutaría en estereotipo luego del éxito internacional de El Padrino (The Godfather, 1972), de Francis Ford Coppola, nos referimos por supuesto a la sucesión criminal una vez que se produce un atentado contra un capomafia o simplemente una crisis en general dentro del armazón de sindicatos delictivos, los cuales se comportan con la misma psicopatía de las empresas en eso de fagocitarse las unas a las otras para reproducir en lo económico la lógica despiadada del darwinismo social. Otros dos componentes muy importantes de El Jefe que hoy pasan al primer plano y antes quedaban flotando como telón de fondo o estaban ausentes son el rol autoparódico o desdibujado de la policía y el caos comunal a causa de los Años de Plomo en Italia (1968-1988), por ello mismo en la tercera entrega de la trilogía el aparato represivo se nos aparece como abiertamente corrupto o incapaz de resolver las masacres cruzadas en tanto luchas de poder, un panorama al que se suma aquella cuasi guerra civil no sólo entre las organizaciones terroristas de extrema izquierda, en sintonía con las Brigadas Rojas, la Primera Línea y el Grupo 22 de Octubre, y sus homologas de extrema derecha, sobre todo el Orden Nuevo, la Vanguardia Nacional y los Núcleos Armados Revolucionarios, sino también entre el servicio vernáculo de inteligencia, el ejército, la Democracia Cristiana en el poder, los Carabinieri/ cuerpo de gendarmería, los tribunales de justicia, la misma policía italiana, la Iglesia Católica, los medios de comunicación y algunos sectores de las mafias enraizadas en Sicilia y Campania, la Cosa Nostra y la Camorra, respectivamente, amén de la injerencia ya externa de Albania, Libia, Yugoslavia, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la República Democrática Alemana o Alemania Oriental y los Estados Unidos vía la infaltable y vomitiva CIA, garante de dictaduras y un abanico de Golpes de Estado.
La introducción, esa que sería robada por Quentin Tarantino para el final de Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009), niega la quietud de La Mafia Ordena y nos retrotrae a las barrabasadas -dinamita en una cueva de por medio- de Milán Calibre 9, ahora incluso parodiando el machismo italiano porque un sicario hiper meticuloso, Nick Lanzetta (Henry Silva), arremete con un lanzagranadas contra una pequeña sala de cine de Palermo en la que un jerarca criminal, Don Antonino Attardi (Andrea Aureli), estaba viendo pornografía con sus diversos amigotes y subalternos, fauna que queda reducida a pedazos carbonizados por una retahíla de explosiones. La trama en sí, inspirada en la novela El Mafioso (Il Mafioso, 1971), de Peter McCurtin, gira alrededor de Lanzetta, brazo armado desde hace quince años del magnate inmobiliario Don Giuseppe D’Aniello (Claudio Nicastro), a su vez rindiendo cuentas al mandamás de la Cosa Nostra, Don Corrasco (Richard Conte), el cual hizo matar a Attardi porque este último vendía heroína en Sicilia sin autorización de los capos, quienes consideran poco oportuno envenenar el mercado hogareño. La venganza no tarda en llegar y viene por el lado del socio del finado, un tal Cocchi (Pier Paolo Capponi) que secuestra a la hija adolescente de Don Giuseppe, Rina D’Aniello (Antonia Santilli), señorita que resulta ser una ninfómana que se acuesta con todos sus captores hasta que es rescatada por Nick gracias a un soplo de nada menos que el hermano de Don Antonino, Carlo Attardi (Gianni Musy), tonto que termina asesinado bajo órdenes de Corrasco al igual que Don Giuseppe y su mano derecha, Maione (Pietro Ceccarelli), para robarles los 500 millones de liras del rescate de Rina. Mientras la policía está dividida entre el comisario Torri (Gianni Garko), un corrupto al servicio de Corrasco, y el prefecto (Vittorio Caprioli), obsesionado con parar a los mafiosos pero sin grandes logros, la muchacha queda al cuidado de Lanzetta en medio de la guerra del susodicho contra Cocchi, sin embargo la intervención de un mediador, el abogado Rizzo (Corrado Gaipa), hace que Don Corrasco acepte convertir a nuestro Nick en el chivo expiatorio de todo para sellar la paz de inmediato, sutil perfidia que el sicario no se toma muy bien que digamos y así desarma la trampa y ejecuta a sus potenciales verdugos.
Di Leo por un lado retoma una idea fundamental de Milán Calibre 9, eso de contraponer a las pandillas acéfalas de entonces con respecto a la vieja mafia del control absoluto, de allí se entiende que todos se sientan legitimados y la violencia trepe sin cesar ante la ausencia de una autoridad valedera interna (líderes intercambiables y sistemáticamente asesinados) y externa (la policía resulta inútil o se vende al mejor postor), y por el otro lado lleva hasta la hipérbole ese sustrato de corrupción institucional que estaba apenas sugerido en el primer capítulo de la Trilogía Milieu porque el quid estrictamente policial del film de 1972 pasaba por el choque entre izquierda y derecha dentro de la fuerza, respectivamente representadas en el subcomisario Mercuri (Luigi Pistilli) y aquel comisario sin nombre conocido (Frank Wolff), en este sentido El Jefe no sólo nos muestra a Don Corrasco leyendo los poemas de Gabriele D’Annunzio, ideólogo crucial de ese ultranacionalismo italiano que poco tiempo después mutaría en el fascismo de Benito Mussolini, sino que denuncia de modo explícito cómo compra obispos de la Iglesia Católica, diputados de la Democracia Cristiana y al esperpéntico comisario Torri, núcleo de varias secuencias de influjo satírico de la mano del prefecto y otro servidor estatal que encabeza la brigada antimafia de Palermo, Gabrielli (Mario Pisu). Fernando, al meterse explícitamente con los entretelones del poder derechoso más concentrado y al mismo tiempo muy frágil, asimismo se burla del pretexto discursivo del “orden público”, excusa para reprimir y explotar, y piensa las paradojas del caso porque en pantalla Rizzo juega a dos puntas entre Cocchi y Corrasco, nuevamente en nombre de un tercero en Roma al que nunca conocemos y todos llaman Su Excelencia, y además en una escena le pasa órdenes contradictorias a la criatura de Conte, en simultáneo diciéndole que debe reventar cuanto antes a Cocchi, de allí el embate de Lanzetta, y aclarándole que de fallar se cumplirá el mandato que siempre estuvo presente desde el fallecimiento de Attardi, la fusión de los clanes del siciliano Corrasco y el calabrés Cocchi, de hecho miembro de la ‘Ndrangheta, una “maniobra táctica” que le sale cara a Corrasco porque uno de sus esbirros, Pignataro (Marino Masé), le avisa a Nick de la traición cuando no logra suprimir a Cocchi.
Así como La Mafia Ordena refritaba a Mario Adorf y la mexicaneada de fondo de Milán Calibre 9, aunque encarada desde distinto punto de vista porque esta última se centraba en el responsable del robo y la otra en un falso culpable, El Jefe recupera a Henry Silva y el motivo del chivo expiatorio de La Mafia Ordena, ardid que constituía el corazón del opus de 1972 y ahora salta al remate de la historia, amén de la decisión -típica de la industria cinematográfica de la época y su sobreproducción- de reutilizar parte de la gloriosa música del argentino Luis Enríquez Bacalov para Milán Calibre 9, cercana al rock progresivo y producto de su colaboración con la banda Osanna. El film, financiado por el propio Di Leo a través de Cineproduzioni Daunia 70, la compañía que enmarcaría casi toda su trayectoria entre 1969 y 1976, incorpora un “continuará” que no generó secuela alguna, desparrama estupendas explosiones por doquier y le ofrece a Silva una oportunidad única para lucirse como pocas veces tuvo a lo largo de su extensa carrera, hablamos de un actor neoyorquino de linaje siciliano y español que había debutado en ¡Viva Zapata! (1952), de Elia Kazan, y recién conseguiría trabajos memorables una década después, en El Embajador del Miedo (The Manchurian Candidate, 1962), de John Frankenheimer, y Johnny Cool (1963), opus de William Asher, a principios de los 70 ya mudado a Europa a posteriori del éxito de Un Río de Dólares (Un Fiume di Dollari, 1966), de Carlo Lizzani, y pasando de los personajes étnicos/ exóticos en yanquilandia al spaghetti western primero y al poliziottesco que nos ocupa después, rubro en el que se destacó gracias a Casi Humano (Milano Odia: La Polizia non Può Sparare, 1974), de Umberto Lenzi, y sus dos primeras colaboraciones con Di Leo, La Mafia Ordena y El Jefe, porque las otras dos resultan olvidables, Raza Violenta (Razza Violenta, 1984) y Asesino contra Asesinos (Killer contro Killers, 1985). Mientras que Rina simboliza a la juventud hedonista y politizada de entonces, más cerca del anarquismo que de la burguesía egoísta, por el otro lado los jerarcas mafiosos y el antihéroe en su nómina, Lanzetta, hacen las veces de adalides de ese pragmatismo capitalista salvaje de los años 70, génesis de las mentiras, la coacción y la codicia maquiavélica que padecemos hoy en día…
El Jefe (Il Boss, Italia, 1973)
Dirección y Guión: Fernando Di Leo. Elenco: Henry Silva, Claudio Nicastro, Richard Conte, Gianni Garko, Antonia Santilli, Vittorio Caprioli, Pier Paolo Capponi, Gianni Musy, Marino Masé, Corrado Gaipa. Producción: Armando Novelli. Duración: 110 minutos.