The Smashing Pumpkins, banda enrolada en el grunge de Nirvana, Pearl Jam, Alice in Chains, Soundgarden, Jane’s Addiction, Stone Temple Pilots, Hole y Mudhoney, entre muchos otros grupos, nace en Chicago en 1988 con la formación clásica de William Patrick “Billy” Corgan, guitarrista, compositor, líder indiscutido y único miembro estable a lo largo de las décadas, más James Iha, el segundo guitarrista, D’arcy Wretzky, aquella bajista de look cuasi albino, y Jimmy Chamberlin, el baterista drogón y lo más parecido a un cofrade o socio musical verdadero de Corgan, señor de pocos amigos y un carácter algo tiránico que siempre fue adepto a la soledad, la autoindulgencia creativa y una filosofía autodidacta y multiinstrumentista. El grupo de Billy, un admirador de siempre de Black Sabbath, Led Zeppelin, Rush, Pink Floyd, Queen, Cheap Trick y Deep Purple, quedó preso desde el vamos de la sombra de su etapa primigenia, esa irremplazable que arranca con la trilogía de Gish (1991), muy digno debut que unifica el rock gótico, el shoegaze, el rock psicodélico, el dream pop y el rock progresivo para eventualmente dar nacimiento a la versión apesadumbrada del grunge y de esa escena alternativa paradigmática de los años 90, aquí más cerca del stoner, el heavy metal clásico y las épicas sonoras de ambos que de cualquier coqueteo con el indie o aquel funk metal tan de moda en su momento en todo el planeta, Siamese Dream (1993), sinónimo de explosión comercial para el grupo y quizás el mejor y más coherente lote de canciones de su carrera, a su vez puliendo los riffs de guitarra, incorporando algunas orquestaciones y pasajes introspectivos y expandiendo ese costado popero que nunca falta por más que muchas veces aparezca en los álbumes maquillado bajo capas y capas de guitarras superpuestas, distorsión o pirotecnia de corazoncito dark masoquista, y Mellon Collie and the Infinite Sadness (1995), epopeya doble que simbolizó el vuelco decisivo hacia la ambición de los discos conceptuales del rock progresivo de antaño y una sobreproducción que -como era de esperar, todo un latiguillo- en esta ocasión deriva en una colección demasiado despareja/ heterogénea/ caótica aunque siempre fascinante de canciones, las cuales disparan hacia todos lados, desde el pop más desprejuiciado, el rock de estadios, el punk furioso y el rock gótico fatalista hasta el glam de impronta setentosa, ese noise algo impostado, una psicodelia cuasi pastoral y la infaltable power ballad más o menos camuflada del montón.
La segunda fase de los años 90 se ubica muy por debajo de aquel comienzo a toda máquina y abarca Adore (1998), trabajo que significó primero la profundización de la veta art rock intimista de la placa previa, ahora tracción a piano y una electrónica de drum machines, y segundo el redireccionamiento profesional del grupo hacia la música industrial y una especie de synth-pop bastante más amable de lo que uno podría llegar a imaginar a priori tratándose de los Pumpkins, de paso entronizando y desnudando inspiraciones adicionales obvias de larga data como Depeche Mode, Bauhaus, Siouxsie and the Banshees, Soft Cell, New Order, The Cure, Cocteau Twins y David Bowie, y Machina/ The Machines of God (2000), el disco que efectivamente destruyó el reinado del colectivo como uno de los últimos sultanes sobrevivientes del grunge y en esencia una placa que pretende ser otra odisea conceptual de “vuelta a las fuentes rockeras” para pronto perderse entre temas repetitivos, intercambiables o poco inspirados que nos acercaban al terreno siempre peligroso del autocover o la composición de canciones sin el frenesí y la chispa propias de un pasado que ahora sí se desvanece, quedando en el rubro de los “complementos imprescindibles” Pisces Iscariot (1994), excelente compilado de descartes y Lados B de la etapa inaugural de Gish y Siamese Dream que rankea en punta como uno de los mejores popurrís de su tipo, nuevamente enfatizando aquel período de gloria de la agrupación y lo bien que se llevan entre sí canciones impecables sin necesidad de rellenos, maquillaje ampuloso de estudio o un armazón simbólico o narrativo de fondo, ahora en un rango minimalista que salta de las guitarras adrenalínicas hacia lo acústico despojado y/ o dulzón. El resto del devenir de los Pumpkins está controlado casi por completo por el amigo Billy, por cierto artífice tanto de tres discos solistas fallidos, el electrónico TheFutureEmbrace (2005) y un díptico cercano al folk, el pop barroco y la americana modelo country, léase Ogilala (2017) y Cotillions (2019), como del único y deslucido/ rutinario trabajo de Zwan, la efímera banda de power pop que creó con el baterista histórico de los Pumpkins, el mencionado Chamberlin, hablamos de Mary Star of the Sea (2003).
El revival discográfico de la banda, como aseverábamos con anterioridad plagado de cambios en la alineación al punto de que sólo Corgan constituye el elemento invariante, incluye en términos prácticos Zeitgeist (2007), obra hardrockera/ metalera concienzuda de regreso que viaja directo al olvido, Oceania (2012), intento a veces digno de vuelta a la efervescencia épica, el pop intermitente y las capas superpuestas de guitarras de los 90, Monuments to an Elegy (2014), secuela semi synth-popera del anterior y asimismo parte constituyente de un ciclo de canciones que sería abandonado, Teargarden by Kaleidyscope (2009-2014), Shiny and Oh So Bright, Vol. 1/ LP: No Past. No Future. No Sun. (2018), relectura intrascendente de parte de los Pumpkins del soft rock de los años 70, Cyr (2020), reincidencia francamente innecesaria en el electropop de sintetizadores de Adore y Monuments to an Elegy, a mitad de camino entre la dark wave, el new romantic y la new wave más guitarrera en general, y Atum: A Rock Opera in Three Acts (2022-2023), faena triple bienintencionada pero muy aburrida que retoma el marco conceptual de Mellon Collie and the Infinite Sadness y Machina/ The Machines of God tratando de armonizar ese pop de teclados inmediatamente previo con el soft rock radio friendly, la fanfarria progresiva pinkfloydiana, el ambient etéreo a lo Brian Eno y por supuesto el rock alternativo más simple de las postrimerías de la centuria pasada. El flamante y muy disfrutable Aghori Mhori Mei (2024), con producción de Corgan y Howard Willing y la participación real en estudio de Chamberlin e Iha como supo ocurrir en los tres discos anteriores, funciona como un digno retorno al sonido más pesado e inteligente de The Smashing Pumpkins de los comienzos, aquel acervo de la trilogía de oro de Gish, Siamese Dream y Mellon Collie and the Infinite Sadness, aunque incorporando también todo lo aprendido a lo largo del nuevo milenio en materia de la estructuración pop, los arreglos barrocos o floridos y las guitarras hipnóticas símil una mixtura de shoegaze noventoso y el querido rock de estadios de los 70, amén del contrapunto esquizofrénico de siempre a lo Pixies o Nirvana entre una tranquilidad que estalla de repente gracias a esos riffs incendiarios de Corgan.
Edin, el primer tema de Aghori Mhori Mei, es una típica epopeya progresiva de los Pumpkins de guitarras muy pegadas a lo hecho por Tony Iommi en Black Sabbath, Ritchie Blackmore en Deep Purple o Jimmy Page en Led Zeppelin, por supuesto con una letra y una estructura concreta de canción más cercanas a los capitaneados en distintas etapas por Ozzy Osbourne y Ronnie James Dio porque los intereses de Corgan siempre pasaron por la imaginería oscura, terrorífica o deprimente, precisamente como en el caso de la apertura que nos ocupa y sus referencias a la parca, la injusticia cotidiana, la culpa, la lógica consumista/ capitalista, las pesadillas, el ansia de venganza, las drogas, el llanto símil lluvia copiosa, la incertidumbre solipsista, las canciones de cuna más tétricas y la juventud desvanecida por el paso del tiempo. Pentagrams, otra épica que supera los seis minutos de duración, cambia el dejo macabro previo por una melancolía de veterano tracción a guitarras incluso más pirotécnicas y poderosas, lo que funciona como un signo de impronta doble porque el clasicismo musical de Billy fue perfeccionándose exponencialmente pero sus versos siguen en el mismo terreno un tanto mucho chato, semejantes a la poesía redundante y aparatosa de un adolescente en el colegio secundario que se da ínfulas de literato maldito aunque en la praxis artística no llega ni siquiera a convencer de su talento, ahora por cierto pegándole a la pobreza cultural del nuevo milenio, citando a Próspero de La Tempestad (The Tempest, 1611), la obra teatral de William Shakespeare, y haciendo alarde de la perennidad de un amor que en la letra parece estar más volcado al narcisismo que a alguna persona del entorno inmediato del músico, amén de nuevas -y más explícitas- referencias a las drogas, el aislamiento citadino, la vejez, el hastío promedio y esa heroicidad de la niñez que termina en una tumba por la llegada de la amargura de la adultez. Sighommi está construida alrededor de un riff intoxicante que deriva en una reinterpretación de sensibilidad pop de aquella furia iniciática de Gish y Siamese Dream, en suma otro tema muy disfrutable que le sirve de excusa al frontman para reflexionar -o intentar hacerlo- sobre la incapacidad del ser humano de encapsular el pasado, una movida nostálgica que abarca desde una alusión a Jano, en la mitología romana el Dios de las puertas, los comienzos y los finales, hasta la misión autoimpuesta de tratar de entender la propia vida de antaño para dejarla atrás corrigiendo los errores acumulados, estos últimos en la canción relacionados con un motivo insistente de las letras de Corgan que comparte con su colega Johnny Rotten/ John Lydon, el legendario cantante de Sex Pistols y Public Image Ltd., nos referimos a la traición vía mentiras o algún tipo de deshonestidad que reclama un pedido de disculpas que puede llegar o no.
Luego de Pentecost, una power ballad sucinta que recupera con eficacia tres de los fetiches de la banda en el Siglo XXI, el piano, las cuerdas y los teclados pomposos, para pasearnos por un masoquismo que a veces hace madurar al sujeto y en otras ocasiones lo boicotea al punto de necesitar esa dulzura que niegan el dolor y los embustes/ autoengaños diarios, sinónimos de separación definitiva para la pareja protagónica, llega la apocalíptica War Dreams of Itself, una de las mejores composiciones de Aghori Mhori Mei en función de la amalgama entre la quietud y el arrebato sonoro explosivo marca registrada de los señores y del grunge y el rock alternativo en general, en esta oportunidad retratando constantemente al Siglo XXI bajo las figuras combinadas de la desgracia ad infinitum y Babilonia, ésta un símbolo de la vulgaridad, el esclavismo, la mitomanía y la maldad social sistemática, por ello también una y otra vez el semi estribillo invoca la presencia del verdugo Orcus cual cataclismo corrector planetario, en sí uno de los demonios del inframundo -según las mitologías etrusca y romana- que se especializaba en castigar los juramentos rotos y que con el tiempo iría a parar en una acepción monstruosa y multiplicada a El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, 1954-1955), la célebre novela en tres partes del británico J.R.R. Tolkien, La Comunidad del Anillo (The Fellowship of the Ring), Las Dos Torres (The Two Towers) y El Retorno del Rey (The Return of the King). Who Goes There, el infaltable temita de soft rock a lo Pumpkins del nuevo milenio, es otro de esos pretextos de las últimas décadas de Billy para subrayar que la negatividad nihilista de los 90 quedó atrás y ahora es momento de una espiritualidad y un optimismo que se sienten algo impostados desde nuestra óptica externa, por más que en lo que atañe a la estabilidad psicológica del cantante cumplen su cometido porque la depresión -y las canciones gloriosas que supo desencadenar- hoy está ausente, o quizás latente y suplantada en parte por soliloquios en forma de versos alrededor de la fe, la paternidad, el hogar, la firmeza, el cariño, la solidaridad, la protección y la búsqueda de la alegría en las pequeñas cosas diarias.
999 tiene mucho de glam berretón de medio tiempo de la década del 80 cruzado con una versión ralentizada de la Nueva Ola del heavy metal inglés de fines de los 70 y comienzos de la década siguiente, en línea con Iron Maiden y Def Leppard, lo que nos deja con una canción amena pero olvidable que parece contradecir al opus previo en consonancia con otra incursión en una nostalgia que implica la presencia de fantasmas de otras épocas durante el sueño, ahora confundiéndose la realidad y la fantasía melancólica porque las alarmas mentales parecen no surtir efecto y el protagonista/ narrador continúa cargando la mochila de su pasado -culpas y arrepentimientos de por medio- como aquel Atlas de la mitología griega llevaba en sus hombros la bóveda celeste. Entre más referencias religiosas, rituales infantiles varios y una mención a Ricitos de Oro y los Tres Osos (Goldilocks and the Three Bears, Siglo XIX), el archiconocido cuento de hadas anónimo de origen escocés, Goeth the Fall adopta la forma del power pop modelo The Cure, Siouxsie and the Banshees y Echo & the Bunnymen aunque más luminoso que de costumbre, una vez más acorde con el renacimiento identitario de un Corgan que desea satisfacer a sus fans más lúgubres aunque suele replegarse/ arrepentirse en el camino, en el proceso de la composición, hoy jugando con el amor y la música o el arte como una llama que atrae a los pirómanos más loquitos desde su misma infancia. Sicarus regresa al terreno del Iommi de Sabbath y hasta funciona de contexto para un solo de guitarra de Corgan, aquí reproduciendo al dedillo la clásica estructura operística del proto heavy metal de sus ídolos y recurriendo a la mitología hinduista a través de dos figuras cruciales, Kali, la Diosa del poder y la aniquilación, y Rama, un avatar o semidios que representa la ética virtuosa a la que debería aspirar el ser humano en su vida, una que precisamente en la canción llega a su fin a plena luz del día y por ello dispara el fatalismo dubitativo típico del letrista cual escape final de la decadencia mundana que lo rodea. Murnau, con su referencia bastante caprichosa o gratuita del título al mítico director alemán del cine mudo, Friedrich Wilhelm Murnau, responsable de joyas de la talla de Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), Fausto (Faust: Eine Deutsche Volkssage, 1926) y Amanecer (Sunrise: A Song of Two Humans, 1927), cierra el álbum a pura efervescencia orquestal suntuosa en la tradición del pop barroco de los años 60 y 70 porque Billy termina de explicitar una idea que recorrió todas las canciones previas y ahora eclosiona sin maquillaje, eso de que en la existencia estamos solos frente a Dios y cualquier otra consideración no pasa del nivel de patraña, leitmotiv del estribillo y especie de complemento fundamentalista de esa obsesión para con la moral y la responsabilidad individual que siempre marcó la producción artística de los Pumpkins.
Si bien estamos muy lejos de las obras maestras del principio del derrotero profesional de los norteamericanos, Aghori Mhori Mei sin duda se ubica cómodo en la misma bolsa de Adore y Oceania, esa de lo mejorcito que hayan hecho a posteriori del frenesí creativo de la trilogía de Gish, Siamese Dream y Mellon Collie and the Infinite Sadness, lo que equivale a decir que el último trabajo de The Smashing Pumpkins supera por mucho a la catarata de bodrios del nuevo milenio que incluyó a Machina/ The Machines of God, Zeitgeist, Monuments to an Elegy, Shiny and Oh So Bright, Vol. 1/ LP: No Past. No Future. No Sun., Cyr y Atum: A Rock Opera in Three Acts, más los discos en solitario de Corgan y aquel Mary Star of the Sea, de Zwan. Tamaña serie de pasos en falso, de todos modos, tuvo sus efectos positivos porque le permitió a Billy y sus secuaces de larga data alcanzar cierta naturalidad sumamente extraña viniendo de un grupo que suele sobreintelectualizar la composición de cada uno de sus trabajos y luego aparecerse, de hecho, con resultados que no están al nivel de semejante ambición primordial, en este sentido Aghori Mhori Mei, desde su título semejante a un trabalenguas y una tapa de Katelan Foisy que bebe de aquella de Hipgnosis y George Hardie para The Dark Side of the Moon (1973), de Pink Floyd, consigue redondear un sano punto medio o “solución negociada” entre las pretensiones pop que afloraron a lo largo del nuevo milenio y las sucesivas intentonas de recuperar algo de la magia espeluznante de los inicios de la banda, dos facetas que alcanzan una relativa armonía en el disco que nos ocupa más allá de los callejones sin salida conceptuales y la distancia cualitativa con respecto al pasado. Así como el opus es el más satisfactorio y ameno en mucho tiempo, asimismo resulta innegable que la pobreza estandarizada de las letras, como decíamos antes similares a la heterogeneidad de lugares comunes retóricos de un imberbe en edad escolar, genera una situación de “tómalo o déjalo” que puede resultar graciosa y entrañable a esta altura, con un Corgan veterano de 57 años, o desembocar en cambio en el tedio y esa hostilidad abierta que tantos representantes de la prensa y el público le han dedicado a Billy a lo largo de sus muchos años de trayectoria, lo que por cierto no tiene demasiado sentido porque el músico hace lo que puede y además su carácter artesanal y la fascinación con las mitologías antiguas -más su melomanía y militancia independiente de siempre- compensan en gran parte las redundancias de los versos y de un oscurantismo religioso que por lo menos lo sacó del pozo del cuasi suicidio.
Aghori Mhori Mei, de The Smashing Pumpkins (2024)
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