Trilogía de El Padrino

Una oferta que no se puede rechazar

Por Emiliano Fernández, Martín Chiavarino y Ernesto Gerez

Introducción, por Emiliano Fernández:

 

Mucho antes de que el formato tecnocomercial de las sagas se impusiese con todo en un Hollywood que pretende recuperar su hegemonía a lo sociedad de masas del pasado con pocos films para el mayor número posible de espectadores, algo hoy cada vez más difícil porque el mismo mainstream subdividió de manera enfermiza al público mediante el marketing del algoritmo y la doctrina de las “películas pastiche” más intercambiables y mediocres con diversos ingredientes para los diferentes segmentos del mercado a captar, hubo una época en la que todavía se rodaban tanques populares que respondían a criterios bien claros de autores con una personalidad definida y en la que esa jugada de enumerar las partes/ secuelas/ continuaciones era toda una novedad que generaba desconfianza entre los grandes estudios porque sus ejecutivos no podían entender las razones por las que los eventuales espectadores podrían querer ver un corolario narrativo de una historia que ya disfrutaron y consideraron cerrada. El Padrino (The Godfather, 1972), El Padrino II (The Godfather: Part II, 1974) y El Padrino III (The Godfather: Part III, 1990) constituyen en conjunto una de las grandes series de realizaciones de la historia del cine y en este sentido resulta muy irónico que su carácter vanguardista y su naturaleza retórica episódica -y su enorme éxito en taquilla a nivel planetario, desde ya- hayan sido fundamentales en la posterior reconversión hollywoodense hacia la obsesión hiper ortodoxa con las secuelas incesantes, transformando lo que nació como una saga basada en la coherencia narrativa y la integridad artística en el puntapié inicial de la cultura de las franquicias que padecemos hoy por hoy en prácticamente todos los rubros de la industria cultural audiovisual, saturada de productos anodinos que repiten fórmulas hasta el hartazgo y que parecen haber olvidado de lleno la complejidad y varios cambios que proponían de entrega en entrega las primeras trilogías de antaño. Con vistas a recuperar ese frenesí o maravilloso entusiasmo creativo anticonformista de otros tiempos, desde ya no menos deseoso de un éxito rotundo que su homólogo contemporáneo pero indudablemente más honesto, talentoso y rebelde para con el statu quo y los formatos de moda, a continuación examinaremos las tres partes de la saga de El Padrino, hablamos de la obra maestra indiscutible de 1972 (el gran Stanley Kubrick pensaba que la susodicha tenía el mejor reparto de la historia del cine y bien podría calificar como la mejor película jamás realizada), la también excelente primera continuación de 1974 -aunque algo inferior, vale decir- y la bastante ninguneada tercera entrega de 1990, un epílogo por supuesto tardío y quizás atado con alambre pero en simultáneo bastante digno, imaginativo y valiente considerando el tiempo transcurrido desde la segunda parte y el hecho de que se filmó en el auge del nuevo capitalismo de nuestros días, donde todos los criterios señalados de empobrecimiento cultural y fetiche para con los clichés narrativos en secuencia ya estaban a pleno. Con su macro metáfora acerca de -precisamente- el sustrato caníbal del capitalismo norteamericano, el que a su vez fue exportado casi sin ninguna modificación al resto del globo, El Padrino ha ayudado a pensar las enrevesadas redes de corrupción del poder público/ privado del Siglo XX hasta la fecha y en especial les ha dado un rostro humano porque en momentos en los que las corporaciones parecen independizarse de los sujetos que las componen, como efectivamente ocurre para garantizar la impunidad de sus actos y volcarse al lobby estatal represivo como agentes de presión que abrazan la desregulación dentro de sus esferas de influencia y la eliminación de competidores o voces opositoras a sus tácticas, resulta esencial recordar que siempre hay responsables concretos de la podredumbre social y que los susodichos no son otros que los grandes potentados y sus esbirros de los sectores económicos, políticos, sociales y culturales más concentrados, oligopolios que se manejan como sindicatos mafiosos con chantajes, homicidios, aprietes y venganzas sin cesar orientadas a mantener o ampliar estos mismos esquemas de predominio e impunidad. Sólo resta unirnos al Mario Puzo que cosechó un hit literario imprevisto en 1969 y a un Francis Ford Coppola que para la época de realización de la primera película era más conocido -y había tenido más éxito- como guionista que como director, pensemos en aquella muy interesante seguidilla constituida por El Palacio Encantado (The Haunted Palace, 1963), de Roger Corman, Una Mujer sin Horizonte (This Property Is Condemned, 1966), de Sydney Pollack, ¿Arde París? (Paris Brûle-t-il?, 1966), de René Clément, y Patton (1970), de Franklin J. Schaffner, todos trabajos en los que su participación creativa fue creciendo exponencialmente y que en cierta medida anticipaban su sustrato artístico errático aunque descollante en ocasiones, capaz de luchar con fanatismo hasta imponer sus criterios e ideas ante los oligofrénicos castradores de los grandes estudios del conglomerado cinematográfico yanqui, un emporio adepto al conservadurismo y una triste pusilanimidad.

 

Índice:

 

 

El Padrino (The Godfather, 1972), por Emiliano Fernández:

 

En el transcurso de las décadas desde su estreno El Padrino (The Godfather, 1972) se ha posicionado como uno de esos pivotes fundamentales de la historia de la gran pantalla al punto de que mucha gente que no sabe nada de cine ni tampoco le interesa demasiado el arte la tiene en alta estima porque efectivamente la película incluye elementos que pueden ser apreciados por los diversos subgrupos del público en función de sus manías, intereses y obsesiones, esquema de apreciación popular extasiada que en muchas ocasiones reduce todo retrospectivamente a obras autocontenidas como si en realidad no hubiesen creadores detrás o lleva a la gran mayoría de los mortales -ya en el caso que nos ocupa- a olvidar el largo derrotero y las miserias que debieron atravesar los dos principales responsables de la faena, el director Francis Ford Coppola y el artífice de la historia Mario Puzo, este último habiendo escrito anteriormente un puñado de novelas sin demasiado éxito y desesperado por un best seller para pagar una deuda de juego de diez mil dólares y el primero un jovenzuelo que debió sobrellevar un periplo profesional de lo más colorido de la mano de un par de nudies/ películas cándidas de desnudos de los 50 y 60, El Botones y las Chicas (The Bellboy and the Playgirls, 1962) y Esta Noche Seguro (Tonight for Sure, 1962), una serie de trabajos para el querido Roger Corman, Batalla más allá del Sol (Nebo Zovyot, 1959), El Terror (The Terror, 1963) y Dementia 13 (1963), dos opus -en plan de relativa independencia artística- en verdad infumables y caóticos, Ya Eres un Hombre (You’re a Big Boy Now, 1966) y El Arcoíris de Finian (Finian’s Rainbow, 1968), y un único film realmente interesante o ameno que no vio prácticamente nadie en el momento de aquella llegada a las salas, Llueve sobre mi Corazón (The Rain People, 1969), primer trabajo meditabundo y personal a escala minimalista que en el elenco hasta incluía a dos actores que luego volverían a trabajar con el cineasta en ocasión de El Padrino, los magníficos James Caan y Robert Duvall, éste incluso transformándose por un tiempo en su actor fetiche. Todas estas penurias, a las que tantos llaman “proceso de aprendizaje”, hicieron que Coppola y Puzo le pusieran mucho cariño en serio al proyecto cuando en distintas etapas del desarrollo se sumaron a instancias del gran jerarca del momento de Paramount Pictures, el mítico Robert Evans, responsable además de Barrio Chino (Chinatown, 1974), de Roman Polanski, Maratón de la Muerte (Marathon Man, 1976), de John Schlesinger, Domingo Negro (Black Sunday, 1977), de John Frankenheimer, Popeye (1980), de Robert Altman, Cotton Club (The Cotton Club, 1984), también de Coppola, Barrio Chino 2 (The Two Jakes, 1990), de Jack Nicholson, Sliver (1993), de Phillip Noyce, y Jade (1995), de William Friedkin, entre otras. La idea detrás de la película es realmente muy simple y se condice con uno de los preceptos básicos del Nuevo Hollywood de la década del 70, hablamos de la movida de tomar un género del Hollywood Clásico, como en este caso el film noir de mafiosos, y pasarlo por el filtro nihilista/ realista sucio/ pesimista extremo de una época marcada por el Escándalo Watergate, la Crisis del Petróleo, la Guerra de Vietnam, el colapso de las utopías del hippismo y el asesinato de figuras legendarias que invitaban a distintas versiones del tan anhelado cambio social de izquierda, pensemos en Malcolm X, Ernesto “Che” Guevara, Martin Luther King y Robert F. Kennedy, amén de su hermano presidente John Fitzgerald Kennedy en 1963. Así las cosas, la odisea de Coppola y Puzo responde en parte a la gloriosa aleatoriedad de los creadores del proceso industrial, direccionados hacia la faena que siempre estuvieron destinados a llevar a cabo, y en parte a la ambición cerebral del dúo, sostenida en el hecho de no conformarse con las pequeñas escaramuzas de los policiales negros de los 40 y 50 ni con los buscavidas de pocos recursos de antaño y apuntar en cambio a los estratos más altos del poder comunal y sus matufias, trasfondo muy turbio apuntalado en la corrupción policial, política, judicial, periodística y social general mediante una vasta red de influencias que aquí se sirve del ideario y envase organizativo de la Cosa Nostra siciliana con vistas a recuperar a escala artística distintos latiguillos del drama delictivo norteamericano y europeo como por ejemplo la soledad del poder, la amenaza de la competencia, el carácter ambivalente de las instituciones públicas, la violencia como mecanismo de persuasión, la departamentalización cual empresa y la distribución de cargos cual milicia, la posibilidad de fusiones por la fuerza, el recambio del mercado y los “productos” que en él pululan, la necesidad de adaptación, el dinero como fin caníbal en sí mismo, las guerras sin cuartel de índole cíclica, las constantes traiciones a lo reacomodamiento general de fuerzas, las venganzas o represalias en las que se mezclan lo privado y lo público comercial, la figura del respeto hacia el cabecilla, las aparatosas ceremonias -muchas veces hipócritas- vinculadas con la metamorfosis vital/ profesional de los miembros de la organización, los procesos de sucesión ante un eventual fallecimiento, la insignificancia de los eslabones débiles como las mujeres, los niños y las minorías discriminadas, los planteos plutocráticos y racistas que se cuecen de fondo y principalmente la reconversión de las antiguas compañías y sindicatos capitalistas criminales basados en la familia -o el mandamás solitario o magnate que inspira mucho temor- en conglomerados heterogéneos comandados por juntas directivas en constante mutación, lo que implica un traspaso hegemónico desde la crueldad curiosamente bien humana de antaño y apegada a valores varios del fariseísmo prosaico a un maquiavelismo posmoderno en donde cualquier barbaridad o bajeza es posible y la culpa del accionar delictivo cotidiano está repartida con intensiones difuminadoras laberínticas legales, por ello la empresa criminal del nuevo capitalismo adquiere la forma de una entidad amorfa por sí sola capaz de devorar todo a su paso sin necesidad de jefes o líderes claros o siquiera reglamentos, basta con tercerizar absolutamente todo para luego lavarse las manos y consagrarse a la especulación. La trama comienza en la Nueva York de 1945 y en el casamiento ultra pomposo de Carlo (Gianni Russo) con Connie (Talia Shire, hermana de Coppola), única hija de Don Vito Corleone (Marlon Brando), patriarca de una de las Cinco Familias que controlan el juego, los sindicatos, las putas y la distribución de alcohol en la ciudad y padre además del siempre exaltado Sonny Corleone (Caan), el recién llegado veterano de la Segunda Guerra Mundial Michael Corleone (Al Pacino) y el debilucho y de poco carácter Fredo Corleone (John Cazale). Como en la boda de su hija ningún siciliano de bien puede rechazar un pedido, el capomafia se la pasa entrevistándose con personajes de la comunidad italoamericana como Bonasera (Salvatore Corsitto), dueño de una funeraria que quiere revancha contra unos hombres que abusaron de -y golpearon salvajemente a- su hija, Nazorine (Vito Scotti), un pastelero/ panadero que quiere que un muchacho, Enzo, no sea repatriado a Italia para que pueda casarse con su retoño, Luca Brasi (Lenny Montana), un sicario de larga data y muy fiel que sólo desea rendir pleitesía al patrón, y Johnny Fontane (Al Martino), ahijado de Vito y un cantante otrora famoso y hoy en declive que necesita que le asignen determinado papel en determinada película producida por Jack Woltz (John Marley) para recuperar su fama, pero el susodicho no quiere entrar en razones cuando se entrevista en Los Ángeles con el consigliere/ asesor del Don, Tom Hagen (Duvall), algo así como un hijo adoptivo germanoirlandés al que le pagó la carrera de abogado, debido a que Fontane sedujo a una actriz y otrora pareja de Woltz, provocando que al día siguiente el productor se despierte en la cama de su mansión con la cabeza debajo de las frazadas de su caballo más preciado, un semental de 600 mil dólares, típico ardid de “una oferta que no se puede rechazar” que por supuesto le consigue el rol deseado al crooner. Después de esta introducción contextual el resto del convite se dedica a sistematizar las consecuencias de la negativa de Vito al pedido de Virgil Sollozzo alias El Turco (Al Lettieri), un narcotraficante que cultiva amapolas en Turquía y tiene plantas de procesamiento de heroína en Sicilia, vinculado a darle una tajada del 30 por ciento del negocio si le garantiza la protección policial y le entrega un millón de dólares de financiamiento para empezar a montar una red de distribución en Nueva York, trato que por cierto ya aceptó una de las familias que compiten con los Corleone, los Tattaglia, dominantes en otro sector de la metrópoli. Convencido de que los narcóticos es un negocio sucio que podría espantar a sus amigotes de la política, la prensa y la policía, quienes consideran inofensivos al juego y las meretrices, la negativa del Don desencadena en simultáneo el asesinato de Brasi, a quien el personaje de Brando había mandado a que se infiltre entre los Tattaglia, un audaz intento de homicidio contra Vito, arrinconado en una verdulería ante la torpeza total de Fredo, y el secuestro de Hagen, al cual se le encarga que convenza sí o sí a Sonny, el segundo al mando y posible sucesor del patriarca, para que acepte la propuesta de un Sollozzo que pretende desembarcar con todo en Nueva York con su heroína. De los dos principales lugartenientes de Corleone, Tessio (Abe Vigoda) y Clemenza (Richard S. Castellano), se le encarga al segundo que mate al entregador en la balacera contra Vito, un chófer llamado Paulie Gatto (John Martino), luego de lo cual el hasta ese momento fuera del ámbito delictivo familiar Michael comienza a ganarse el respeto de los otros miembros de la parentela cuando una noche pasa a visitar a su padre y descubre que fue retirada toda custodia porque están próximos a llegar unos sicarios al servicio de Sollozzo y su “perro faldero” uniformado, el Capitán McCluskey (Sterling Hayden), logrando sobrellevar la situación cuando se para en la puerta del hospital donde está internado el hombre junto a un visitante circunstancial, aquel Enzo (Gabriele Torrei), simulando ambos ser guardaespaldas armados. De hecho, es el propio veterano de guerra quien tiene la idea de matar al Turco y McCluskey, quien lo golpeó cobardemente en el nosocomio, durante una reunión orientada a obtener una tregua, doble homicidio que lo obliga a partir a Sicilia durante un año en el que conoce y se casa con una bella señorita, Apollonia (Simonetta Stefanelli), la cual a su vez termina muriendo como consecuencia de un atentado con coche bomba destinado a Michael que corre en paralelo al asesinato de Sonny en una estación de peaje cerca de la mansión del clan, el cual muere acribillado por múltiples ametralladoras debido a una trampa que le pone Carlo, adepto a basurear y golpear a Connie para que el cuñado explote de furia y marche raudo y solo a su encuentro, desquite asimismo por haber ordenado la muerte de Bruno Tattaglia (Tony Giorgio), su espejo y heredero al trono de la competencia. Tanta carnicería motiva al Don a pedirle a Bonasera que le pague el favor dejando presentable a Sonny a ojos de su acongojada madre (Morgana King) y a pautar una reunión con los otros jefes de las Cinco Familias, léase Barzini (Richard Conte), Philip Tattaglia (Victor Rendina), Carmine Cuneo (Rudy Bond) y Victor Stracci (Don Costello), donde acepta compartir a sus marionetas del sistema judicial y político/ gubernamental para protección a cambio de una tarifa acorde y accede al tráfico de drogas aunque sin que se les venda a los niños y concentrándose sobre todo en los negros, considerados unos animales que merecen morir, encuentro que además le sirve para garantizar el regreso en paz de Michael desde Italia -sin posibles atentados futuros en el horizonte- y para determinar quién es el verdadero enemigo, el verborrágico y conciliador Barzini y no el triste segundón de Tattaglia como creía previamente. La tranquilidad aparente de Nueva York en realidad esconde el crecimiento escalonado de los negocios monopólicos de Barzini a principios de los 50 a través de la heroína y la estrategia de ir invadiendo las zonas de los lugartenientes de Corleone, quien se vuelca a un semi retiro para dejarle el poder a un Michael que se casa con su antigua novia, una maestra de jardín de infantes llamada Kay Adams (Diane Keaton) con la cual tiene un nene, y que en esencia asume toda la responsabilidad de llevar adelante la familia -intentando de a poco volverla legítima en un cien por ciento- ya que el otro hermano sobreviviente, Fredo, es un títere patético de un magnate de Las Vegas dueño de un hotel y casino en el que el sindicato criminal tiene inversiones, Moe Greene (Alex Rocco), el cual para colmo no quiere vender su parte cuando el personaje de Pacino decide trasladar la sede de los Corleone al Estado de Nevada y contratar a Fontane para dar conciertos regularmente aprovechando la fama que ganó gracias a la parentela. Hagen se muda a Las Vegas para asistir en la fusión por venir y Vito se transforma en el consigliere de su hijo y le adelanta que llegado el momento alguien lo traicionará y ese será quien le proponga una reunión con Barzini, así -dicho y hecho- luego del fallecimiento del Don en 1955 de un ataque al corazón en la huerta de la mansión mientras jugaba con su nieto, es Tessio el que se revela como agente infiltrado de los adversarios cuando ofrece su territorio para un encuentro con el supuesto rival. La reunión destinada a “despachar” a Michael coincide con el día del bautismo del vástago de Connie, en el que el veterano de guerra se convertirá en Padrino del purrete, por lo que el señor arregla un cúmulo de asesinatos al unísono con vistas a eliminar a todos los enemigos, necios y escollos en el camino y ajustar las cuentas que quedaban por saldar, lo que incluye cargarse a Barzini, Tattaglia, Cuneo, Stracci, Greene y hasta a los traicioneros Tessio y Carlo, el primero por pautar el encuentro en complicidad con Barzini y el segundo por haber funcionado como entregador en materia del homicidio de Sonny, dejando viuda a la histérica de Connie que pasa a recriminarle a su hermano la movida asesina. El derrotero retórico finaliza cuando la pobre tarada de Adams le pregunta a Michael sobre la veracidad de eso de haber ejecutado a su cuñado, frente a lo cual el hombre le miente y se cierran las puertas del despacho en la cara de la fémina en el mismo momento en que es coronado oficialmente como el nuevo Don del clan, única verdadera diferencia con respecto al libro original de 1969 de Puzo, el cual terminaba con Kay aceptando los negocios de su marido y su posición de líder explícito de una sociedad criminal ya todopoderosa que barrió el piso con la competencia. La impronta gélida de la esplendorosa fotografía del genial Gordon Willis, la edición ultra clasicista de William Reynolds y Peter Zinner y la música entre melancólica y elegíaca del excepcional Nino Rota calzan perfecto con las pretensiones operísticas/ wagnerianas/ mitológicas del guión de Coppola y Puzo, una verdadera pieza de relojería en la que los acontecimientos parecen llegar por oleadas de impetuosidad que pueden ser de índole melodramática o por el contrario, cercanas al gore efervescente de eternos chantajes o coacciones en pos de provocar una situación de preeminencia, humillar al contrincante o forzar una simple mesa de negociación, todo fundamentalmente volcado a retratar un enfrentamiento fratricida en un sindicato metropolitano del crimen con diversos pareceres en torno a cómo se debe enfrentar la crisis de un paradigma de explotación capitalista, centrado éste en las apuestas, los clubs nocturnos y la trata de blancas, y la eclosión de uno nuevo que en un primer momento parece desestabilizar al anterior aunque en verdad está destinado a complementarlo porque muchos de los chanchullos, rutas, nociones y acuerdos de la corrupción vernácula del juego, el alcohol nocturno y las putas van a parar al naciente negocio de la distribución y venta de drogas duras, en especial la cocaína y los opiáceos. Más allá de la rigidez de este mercantilismo especulativo basado en la putrefacción moral y el sinsentido de las sociedades contemporáneas, e incluso más allá de la estructuración patriarcal de la pirámide familiar de negocios y cómo se sirve de la ingenuidad de unas mayorías que no aceptan del todo que los presidentes, senadores y congresistas también matan a diario y son testaferros consumados del capital, la película es profundamente masculina desde todo punto de vista y en especial a escala filosófica/ doctrinaria/ política, basta con considerar la típica posición ambigua de los varones con respecto a las mujeres y los niños, al mismo tiempo esenciales para la construcción del andamiaje de la familia -concepto empardado a una unidad funcional idílica autosuficiente- y algo así como un peso muerto que puede llegar a convertirse en una condena si no se sabe elegir bien a la compañera y se cae en el modelo de la quejosa en secuencia que todo le recrimina al macho porque no comparte casi nada con él; alegoría presente no sólo en la famosa línea de diálogo de Vito a Michael en el jardín, “toda mi vida luché por ser cuidadoso, las mujeres y los niños pueden ser descuidados pero los hombres no”, y en el desenlace con la expulsión simbólica de una hembra que no toma decisiones, sino también en pequeños gestos inocentes como el de Apollonia tocando jocosamente la bocina de un coche justo en el instante en que su pareja se enteraba de la muerte de su hermano, quien le estaba enseñando a manejar, o en aquella hermosa secuencia que nos presenta el óbito del Don, cuando correteando entre las plantas con el hijo de Michael cae de golpe y el niño no se percata que el asunto no forma parte del juego con el nono. Un gran motivo de la llegada universal del film pasa sin duda por su muy inteligente análisis de los coletazos simbólicos y bien materiales que trae consigo la muerte de la figura de autoridad o persona admirada o personaje aglutinante en medio de la siempre latente dispersión de determinado grupo de individuos, sean éstos una familia o no, aquí poniendo en interrelación la incapacidad de adaptarse de los mayores a los cambios que impone el entorno social, económico y cultural y la falta de respuesta inicial de sus vástagos, los encargados de seguir con la antorcha del clan y debiendo en muchas oportunidades -justo como en el caso del veterano de guerra de Pacino- acomodarse a los tumbos a nuevos roles que en un principio rechazaban o hasta condenaban por esto o aquello, llámese rebeldía de la juventud, desorientación existencial, ansias de independencia, una oposición manifiesta a un estilo de vida o quizás un amor o vocación que nos lleva por otras orillas, lejanas con respecto al terruño de antaño. Los lazos de sangre de las empresas del pasado, homologados a relaciones comerciales símil socios de un emprendimiento colectivo, se desquebrajan paulatinamente de la mano de un exterior que incita cambios compulsivos que no dejan margen para la negativa y pretenden una sincronización completa de todos los partícipes de la torta delictiva citadina, ya que cada uno de ellos aporta una faceta o garantía o medio o recurso distinto a la connivencia de turno, precisamente por ello urge el traspaso de poder desde el salomónico y cálido aunque despiadado a la vieja usanza Don Vito Corleone -cultor de una reputación de larga data dentro de un aparato institucional a su servicio- hacia el pancismo, la frialdad y el cinismo de Michael Corleone, un recién llegado que posee más rasgos en común con Sollozzo que con su propio progenitor. Aquí se dan cita ingredientes clásicos del melodrama como el “cáncer abstracto” dentro de la familia, ahora Carlo, Tessio y hasta el lastre afeminado de Fredo, la figura de las traiciones que ameritan amputaciones, hoy la seguidilla de asesinatos y exilios del periplo narrativo, el abuso doméstico por envidia, angustia y frustración, de allí se explican las palizas que el vividor/ proxeneta de Carlo le regala a la infantiloide/ masoquista de Connie, y ni hablar del contexto social imponiendo sus condiciones a una intimidad que gusta de vanagloriarse de una armonía que no es tal, por ello la alegría de la primera ceremonia comunal, el casamiento, se contrapone al tono macabro y lánguido de la segunda ceremonia del relato, la del bautismo del bebé de la futura viuda a instancias del cuñado del finado. En materia de la mentada romantización de las mafias en general y la Cosa Nostra en particular, El Padrino no ofrece una solución tan taxativa o estanca como tantos palurdos de la prensa y el público aseveran porque deja un amplio margen para las paradojas morales que no sólo se condicen con el ardid retórico que está en primer plano todo el bendito metraje, eso de tener de protagonistas a unos padres afectuosos que también son asesinos desalmados, en este sentido conviene recordar que para los capomafias y sus secuaces los judíos y los negros son una mierda y los niños y las mujeres (esposa/ amantes), como decíamos con anterioridad, unos ceros a la izquierda adorables con los que se puede tontear pero nunca al nivel de involucrarlos en los negocios de manera profunda, especie de incapacidad juzgada atávica/ inmemorial y vinculada a cierta banalidad de base que los excluye de cualquier asunto verdaderamente importante. La violencia y los engaños se dan las manos en los dos estadios explorados, la fase de la ética contradictoria pero firme de los jerarcas anteriores y el período posterior del gerente tétrico anodino obsesionado con dar una pátina de respetabilidad institucional a sus argucias, matufias y corruptelas pero sin jamás renunciar del todo al “as en la manga” de los atropellos cuando así los considerase necesarios, sustrato que desde el vamos resume el comportamiento de la enorme mayoría de las compañías y caudillos del capitalismo de ayer, hoy y siempre. El Padrino II (The Godfather: Part II, 1974) y El Padrino III (The Godfather: Part III, 1990) están muy bien pero la película original sigue siendo una Torre de Babel exuberante e inalcanzable tanto por la complejidad de su armado conceptual -partiendo de la sencilla noción setentosa de embarrar un género ya sucio como el policial negro- como por la extraordinaria presencia de Marlon Brando, aquí quizás ofreciendo el mejor desempeño de su carrera, y un elenco de luminarias como nunca más volvería a repetirse, retahíla de genios que se lucen en su pequeña o gran contribución al film en su conjunto, destacándose sobre todo Al Pacino, James Caan, Robert Duvall, John Cazale, Al Lettieri, Sterling Hayden, Alex Rocco, John Marley, Lenny Montana, Richard S. Castellano, Abe Vigoda, Richard Conte, Al Martino, Simonetta Stefanelli, Talia Shire y Diane Keaton. “Película resumen” que intensificó con claroscuros expresionistas un sinfín de latiguillos del film noir inescrupuloso de unos bajos fondos hoy llevados a la cúspide de los tejes y manejes del poder moderno y posmoderno, el opus de Coppola y Puzo no oculta para nada sus influencias reales, ese Fontane que se parece a Frank Sinatra y un Moe Greene que remite a Bugsy Siegel, amén del Don en tanto mixtura de Frank Costello y Carlo Gambino, e incluso juega con su obvio amor hacia el neorrealismo italiano de los 40, 50 y 60 mediante la excelente andanada de escenas en Sicilia, con el gran Franco Citti -actor fetiche de Pier Paolo Pasolini- componiendo a uno de los guardaespaldas de Michael en su destierro temporal, Calo. Entre citas estructurales y alusiones sueltas a Los Hermanos Karamazov (Brát’ya Karamázovy, 1880), de Fiódor Dostoyevski, y Papá Goriot (Le Père Goriot, 1835), de Honoré de Balzac, la parábola del callejón sin salida, donde el atrapado sólo puede dejarse matar por sus perseguidores o empezar a golpear la pared con sus manos y cabeza hasta generar un agujero por el cual escapar, constituye el eje de El Padrino, obra maestra sin parangón que puede leerse -según la inclinación e intereses de cada espectador- como el descenso de Vito hacia su muerte a lo retrato otoñal de un ocaso o como el ascenso de su bastante más lúgubre vástago a las esferas más concentradas del poder público en consonancia con lo que podríamos definir como una epopeya seca de aprendizaje o bildungsroman, en la que los sueños de opulencia económica y una imagen reluciente chocan con las tácticas funestas de capitalistas que en nombre del lucro son capaces de hacer cualquier cosa para conservar su estrato dentro de la pirámide plutocrática del despojo consuetudinario o para trepar hacia los niveles superiores.

 

El Padrino (The Godfather, Estados Unidos, 1972)

Dirección: Francis Ford Coppola. Guión: Francis Ford Coppola y Mario Puzo. Elenco: Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Robert Duvall, Sterling Hayden, John Marley, Richard S. Castellano, Diane Keaton, John Cazale, Talia Shire. Producción: Robert Evans y Al Ruddy. Duración: 175 minutos.

 

 

El Padrino II (The Godfather: Part II, 1974), por Martín Chiavarino:

 

Dos años después del estreno de El Padrino (The Godfather, 1972), Francis Ford Coppola y Mario Puzo completaban la segunda parte de un film que se transformaría en un clásico absoluto dispuesto a interpelar a todas las clases sociales a nivel global en medio de las primeras consecuencias de la Crisis del Petróleo, la renuncia de Richard Nixon a la presidencia tras el Escándalo Watergate, los albores del final de la Guerra de Vietnam y la consolidación de una crisis económica que tendría graves consecuencias para las políticas progresistas. El Padrino II (The Godfather: Part II, 1974) es la continuación directa de El Padrino y comienza con la fiesta de comunión de Anthony, el hijo de Michael Corleone (Al Pacino), en 1958, una gigantesca celebración familiar en los custodiados terrenos de la familia Corleone en Sierra Nevada junto al Lago Tahoe, una tertulia muy similar al casamiento entre Carlo y Connie de la primera parte que en realidad funciona como cuartada para ocultar las reuniones de negocios en las que los allegados y socios de Michael Corleone hacen fila para reunirse con El Padrino, el líder del clan, con la meta de discutir y solicitarle autorización sobre temas diversos relativos a las actividades relacionadas con los intereses de la familia Corleone. El Padrino II hace hincapié en la venganza como motor de la vida, en la cerrada organización social de las comunidades y en los inicios de Vito Corleone como el Don. En la comunión del comienzo, trazando un paralelismo con la primera parte como un eterno retorno, el engreído senador Pat Geary (G. D. Spradlin) de Nevada confronta al Padrino por sus intereses de expansión en Las Vegas y Connie (Talia Shire) le presenta a Michael a su novio, pidiéndole dinero para casarse mientras la fiesta continúa. Frank Pentangelli (Michael V. Gazzo), uno de los históricos jefes del clan en Nueva York, se irrita por la espera y finalmente le solicita a Michael su autorización para entablar una guerra con la familia Rosato, clan protegido por un magnate de los negocios del juego, Hyman Roth (Lee Strasberg, célebre director del Actors Studio), con quien Corleone tiene unos importantes negocios en conjunto. Michael pone la lealtad de sus socios a prueba debido a la necesidad de consolidar los intereses con Roth en Cuba, a la vez que continúa con su plan de encontrar fuentes de inversión legítimas que oculten las ganancias de las actividades ilegales. Esa misma noche, tras negarle a Pentangelli el permiso para eliminar a los Rosato, un comando intenta asesinar a Michael en su dormitorio, por lo que el capo parte hacia Miami para reunirse con Hyman Roth y de ahí a Nueva York para verse con Pentangelli y averiguar quién lo ha traicionado tras delegar el manejo de todos los negocios en su mano derecha, Tom Hagen (Robert Duvall), el abogado de confianza de la familia. En medio de esta historia el film retrocede a lo flashback neorrealista hasta 1901, en el pueblo de Corleone, donde los padres y el hermano mayor de Vito Andolini son asesinados por el jefe de una organización mafiosa local, lo que obliga al susodicho a huir a sus nueve años a Estados Unidos para comenzar una nueva vida, así en Migraciones le dan el apellido Corleone por el lugar de donde viene, típica práctica de los oficiales gubernamentales en casi todos los países cuando no entendían los apellidos que los inmigrantes declaraban. En 1917, Vito (Robert De Niro) es despedido por culpa de un jefe mafioso vernáculo, Fanucci (Gastone Moschin), que le reclama a Vito su parte de las ganancias cuando se corre la voz de que el hombre está involucrado junto a otros dos socios en un lucrativo negocio de robo de casas. Vito decide eliminar a Fanucci y se convierte unos años más tarde en un respetado jerarca mafioso de Nueva York que funda el negocio que se convertirá en la fuente de las actividades ilegales de la familia Corleone y en la base del imperio criminal que heredará Michael tras la muerte de su padre y su hermano Santino alias Sonny (James Caan). Unos años después Vito viaja con toda su familia a Corleone para reunirse de nuevo con la parentela que lo ocultó y lo ayudó a escapar. Allí Vito consuma su venganza asesinando al jefe criminal, un anciano ya sin mucho poder, cerrando su proceso de transformación de inmigrante con ansias de trabajar para mantener al clan en capo mafioso. De regreso a 1958 Michael viaja a Cuba debido a los negocios pendientes con Hyman Roth, que planea expandir su imperio del juego hacia el país bajo el gobierno del dictador Fulgencio Batista. A pedido de su hermano mayor, Fredo (John Cazale), lleva consigo dos millones de dólares en un maletín, pero Michael sospecha que Roth planea matarlo después de la entrega del dinero, por lo que El Padrino le da instrucciones a su guardaespaldas (Amerigo Tot) de asesinar a Roth, pero la operación no tiene el resultado planificado. Michael confronta a Fredo por su traición pero éste huye en medio del tumulto durante el año nuevo, que coincide con la Revolución liderada por Fidel Castro y sus lugartenientes, Raúl Castro, Ernesto “Che” Guevara y Camilo Cienfuegos. Con la Revolución y la fuga de Fulgencio Batista de la isla los negocios de Roth se vienen a pique y su apuesta por trasladar el imperio del juego a Cuba lo obliga a emprender un exilio que lo llevará a Israel y Buenos Aires, de donde es expulsado, por lo debe regresar a Estados Unidos. Allí Michael envía a un sicario a terminar el trabajo de su guardaespaldas. Mientras tanto Michael Corleone es acusado de ser el jefe de una organización mafiosa por lo que debe comparecer ante un comité del Senado que integra Pat Geary, ya convertido en socio de Corleone tras solicitar la ayuda de la mafia para encubrir el brutal asesinato de una prostituta. Michael logra impedir que Pentangelli declare en su contra y consigue que la comisión del senado se disuelva con la ayuda del hermano italiano de Pentangelli, que le recuerda sus deberes. Kay (Diane Keaton), por su parte, le comunica a Michael su decisión indeclinable de separarse por lo que un abismo se abre entre ellos. Mientras Connie se disculpa por su actitud durante los últimos años y se pone a disposición de su hermano para ayudarlo en la crianza de los niños tras su separación, Michael perdona finalmente a Fredo por su traición durante el funeral de la madre de ambos pero en realidad El Padrino ya tiene decidido el destino de su hermano. Al igual que en la primera parte, el elenco del film de Coppola es extraordinario contraponiendo las actuaciones de Al Pacino y Robert De Niro como generaciones distintas con la misma ambición. El reparto no se queda atrás gracias a la presencia nuevamente de Robert Duvall, John Cazale, Diane Keaton y Talia Shire, y con la adición en esta oportunidad de Lee Strasberg y Michael V. Gazzo, quienes aportan interpretaciones realmente maravillosas. El Padrino II narra con gran detalle y lucidez el proceso de creación de un jefe delictivo, la imposibilidad de sustraerse a la lógica mafiosa por parte de cualquier trabajador o empresario de la comunidad en la que vive, la ausencia o connivencia de la policía con las actividades criminales, el rol de la política en este andamiaje y el arraigo de la mafia en las tradiciones culturales, que finalmente representan esquemas sociosimbólicos que reemplazan a las antiguas filiaciones de las colectividades de los países de origen para los inmigrantes que llegan a América tan sólo con sus sueños y esperanzas. En este sentido El Padrino II es una fábula sobre el sueño americano, el arribo del inmigrante, la perseverancia y la creación de un imperio en base a un origen humilde, códigos de lealtad y respeto. Pero el sueño es siempre una idealización de una realidad en la que detrás de un éxito siempre hay un oscuro trasfondo, incluso muchos crímenes. La mafia es aquí una pieza de la organización social de la comunidad más que una organización criminal, el eslabón que parte de la sociedad se niega a ver, lo prohibido que es en realidad la parte esencial de la comunidad. La película no tiene una construcción de personajes tan brillante y marcada como en la primera parte pero aun así las pasiones de los protagonistas y sus idiosincrasias se inflaman en duras discusiones y secuencias. Entre algunas de las cuestiones centrales del relato, la película analiza las miserias hogareñas, la venganza como gran motor de la vida y la importancia de la Revolución Cubana de 1959 en el fracaso de las intenciones de las mafias norteamericanas de trasladar sus negocios de Las Vegas a Cuba, sin embargo puede ser leída principalmente como una contraposición entre los inicios de la organización mafiosa de alianzas de familias y repartición de territorios, por un lado, y el fatídico declive debido a las luchas internas, la persecución del gobierno y la decadencia anímica, por el otro lado. Coppola mantiene la misma estética y el mismo estilo narrativo y la templanza de la primera parte en una continuación prodigiosa que tiene como figura central a Michael Corleone, un personaje trágico que no puede confiar en nadie y que termina quedándose completamente solo tras la separación de su esposa, el asesinato de su hermano, la muerte de su madre y el cuestionamiento de su socio y hermano adoptivo, Tom Hagen, culminando en suma con la enajenación de todos sus seres queridos. El Padrino II es una alegoría sobre la soledad del poder que tiene su fortaleza y su debilidad en la oposición entre los inicios de la mafia y su decadencia de la mano de un guión caótico y complejo que demuestra maestría narrativa a nivel macro y a veces cae en simplezas banales y falta de desarrollo en algunas cuestiones, pero ante todo hablamos de un film que envuelve con su clima sofocante y su constante tensión en escenas que realmente demuestran que la crueldad humana puede expresarse en todas las actividades de la vida. Al igual que El Padrino, la segunda parte -precuela y secuela a la vez- es un film coral sobre los contubernios del poder, la imposibilidad de la confianza incluso entre los familiares más cercanos, el fracaso de las estrategias planeadas al dedillo y en especial sobre una lucha permanente basada en la ambición que tiene como corolario el asesinato y la corrupción como ejes y fundamentos de la existencia en sociedad, formas que parecen lejanas pero que en realidad mueven todos los engranajes del mundo.

 

El Padrino II (The Godfather: Part II, Estados Unidos, 1974)

Dirección: Francis Ford Coppola. Guión: Francis Ford Coppola y Mario Puzo. Elenco: Al Pacino, Robert Duvall, Diane Keaton, Robert De Niro, John Cazale, Talia Shire, Lee Strasberg, Michael V. Gazzo, G.D. Spradlin, Richard Bright. Producción: Robert Evans, Francis Ford Coppola, Fred Roos y Gray Frederickson. Duración: 202 minutos.

 

 

El Padrino III (The Godfather: Part III, 1990), por Ernesto Gerez:

 

Decir algo sobre El Padrino III (The Godfather: Part III, 1990), la última parte de la saga iniciada con El Padrino (The Godfather, 1972), es siempre tarea difícil; no sólo porque se trata de una película muy compleja -más grande que la vida, gran lugar común y que en relación con esta película puede aportar muchas lecturas- sino porque más allá de lo que se dijo muchas veces (que Francis Ford Coppola la hacía para tapar baches financieros y nada más) y que algunos siguen repitiendo para menospreciarla (y que si es verdad, es lo de menos), es una obra muy personal de un realizador tan crucial como laberíntico. En principio podríamos pensar en una contradicción entre una película tan católica y un tema central que es la crítica a parte del funcionamiento concreto de esa religión, pero la puesta en escena del catolicismo por parte del Vaticano y de algunos sectores poderosos de la iglesia no tiene por qué representar o desvirtuar la puesta en escena total y la fe tanto católica como coppoliana. Digamos que tanto la crítica explícita dentro de la diégesis como las que hizo en entrevistas el director al funcionamiento financiero y al poder clerical no tienen por qué estar en oposición a determinados valores que trascienden la puesta en escena humana, tanto en la vida como en el cine. Coppola hace una película sumamente crítica, tanto de la iglesia como del capitalismo financiero, pero siempre apoyado en su propia trilogía, en el guión escrito junto a Puzo y -sobre todo- en la tradición del cine. No hay panfleto, hay historia, propia y ajena, si es que pueden separarse. Coppola utiliza la historia del mundo para apoyar su relato; hay dos hechos principales que la guían: la quiebra del banco Ambrosiano envuelta en un escándalo de corrupción, y la muerte prematura y misteriosa a los 65 años del Papa Juan Pablo I (1912-1978). Si en la primera parte de la trilogía (o díptico con epílogo, según su realizador), la familia cambiaba de mando y se empoderaba, y en la segunda parte se sentaban las raíces al mismo tiempo que se mantenía el poder incluso atentando contra el propio clan, esta tercera entrega trata sobre el paso de la Familia Corleone a la respetabilidad. El camino hacia esa legitimación social y de sus negocios será a través de la Iglesia Católica. En este sentido, la primera secuencia de la película de 1990, luego desmontada en la reversión del 2020, es central además de bellísima. El propio Vaticano está condecorando a Michael por sus trabajos de caridad; la potencia cinematográfica de la secuencia de los honores papales es infinitamente superior a lo explícito de la escena del negociado de Michael con el IOR (Instituto per le Opere de Religione), en el que aporta 600 millones de dólares a cambio de administrar la empresa de bienes raíces Internazionale Immobiliare, con la que comienza la última versión y que en la original se da más adelante. Luego de la condecoración con planos que dialogan con aquel montaje alterno sublime del bautismo de la primera y que se intercalan con uno de los motivos recurrentes de la película también de carácter católico, la muerte de Fredo y la culpa de Michael, pasamos al festejo posterior, ceremonia especular del casamiento de Connie de la primera y de la comunión de la segunda. En ese festejo se nos introduce al futuro Don, Vincent, el hijo bastardo de Sonny (James Caan), un Andy García que llega de ningún lado, como un personaje mítico, y que aporta una cara ideal para esta nueva época de la familia en la que ya no se pretende operar desde las sombras del crimen común sino desde el altar del delito sofisticado de los grupos económicos al que pocos pueden acceder, ese que incluso hoy en día -a ojos de muchos ciudadanos que se irritan con robos de caramelos- no es reconocido como delito. También se introduce al otro personaje nuevo y crucial, Mary (qué otro nombre podía ser sino María), interpretada por Sofia Coppola, hija del director y que más allá de que no haya sido la primera opción de casting abre una nueva capa de lectura entre las miles y podemos pensar en la explotación de su hija en la vida real tal como Michael explota a la suya en la diégesis al ponerla al frente de la fundación que va a limpiar el apellido familiar. Estos juegos de autoconciencia, de ficciones dentro de ficciones y realidades dentro de otras, alcanzan su punto máximo en el desenlace pero están presentes en toda la película. No es un capricho del guión que en la fiesta inicial Vincent le muerda la oreja al mafioso Joey Zasa (Joe Mantegna) ni que lo mate en una procesión religiosa, sino elementos que la emparentan con la ópera decimonónica Cavalleria Rusticana (1890), con música de Pietro Mascagni y libreto de Giovanni Targioni-Tozzetti y Guido Menasci, melodrama que justamente representará Anthony Vito Corleone (Franc D’Ambrosio) en el desenlace, el hijo cantante de Michael que al igual que su padre, aunque éste se enoje, pretende con su carrera artística darle otro sentido a su apellido. Hay una escena pregnante con esa intensidad tan presente en la trilogía en la que un tiroteo desde un helicóptero barré con los Dones y cataliza un problema de salud de Michael, y hay un nuevo viaje a Italia en el que reaparece Calo, el enorme Franco Citti, otro ejemplo de la tradición del cine de la que se nutre la película y que tendrá una escena decisiva y también repleta de simbología en el asesinato de Don Licio Lucchesi (Enzo Robutti) con un par de anteojos. Ese respeto y esas ansias de tradición cinematográfica culminan, justamente, en la secuencia final; montaje alterno que dialoga con el mencionado de la primera parte y con el que creó D.W. Griffith, padrino del cine norteamericano y generador, en parte, del autorismo del que Coppola se nutrió y del que es representante. El último eslabón de la trilogía de El Padrino, desdeñado sin razón, no tiene el reconocimiento de los dos primeros pero es sin dudas una culminación perfecta de la trilogía sobre todo cuando se lo piensa como capítulo de una obra total, parte de esas nueve horas que son en gran medida la totalidad del cine.

 

El Padrino III (The Godfather: Part III, Estados Unidos, 1990)

Dirección: Francis Ford Coppola. Guión: Francis Ford Coppola y Mario Puzo. Elenco: Al Pacino, Diane Keaton, Talia Shire, Andy García, Eli Wallach, Joe Mantegna, George Hamilton, Bridget Fonda, Sofia Coppola, Raf Vallone. Producción: Francis Ford Coppola, Fred Roos, Gray Frederickson y Charles Mulvehill. Duración: 170 minutos.