En esencia a José Antonio Martínez Suárez (1925-2019) se lo puede recordar desde tres perspectivas distintas, la primera sin duda la más banal o anecdótica porque fue el hermano mayor de las gemelas María Aurelia Paula Martínez Suárez alias Silvia Legrand y Rosa María Juana Martínez Suárez alias Mirtha Legrand, dos actrices muy famosas de la Época de Oro del cine argentino, un período prolífico de muy buen nivel técnico y narrativo y de exportación masiva a toda Latinoamérica, por supuesto destacándose este última por una trayectoria cinematográfica más extensa y su programa televisivo de décadas y décadas de permanencia en el aire, Almorzando con Mirtha Legrand (1968-2024), un show creado por Alejandro Romay y producido por su esposo, el además director cinematográfico Daniel Tinayre, con un formato novedoso para su tiempo, el de las entrevistas a celebridades del arte, la industria cultural y la política en el contexto de comilonas lujosas símil oligarquía parasitaria capitalista del jet set. La segunda opción para pensar a Martínez Suárez se condice con su rol de docente por encabezar un taller de enseñanza en el rubro específico de la realización del séptimo arte, generando directores tan disímiles como el derechoso Juan José Campanella, célebre en simultáneo por su apoyo a la mafia macrista neoliberal y por haber ganado el Oscar a Mejor Película Extranjera por El Secreto de sus Ojos (2009), y Lucrecia Martel, una artista woke, solemne y bastante bobalicona conocida tanto por tratar de boicotear/ prohibir la participación en el Festival de Cine de Venecia de El Oficial y el Espía (J’Accuse, 2019), de Roman Polanski, como por sus cuatro películas de cadencia arty ultra impostada, La Ciénaga (2001), La Niña Santa (2004), La Mujer sin Cabeza (2008) y Zama (2017). Ahora bien, la tercera y más interesante alternativa al momento de sopesar al señor nos lleva a su faceta de realizador y guionista, terreno en el que supo brillar de la mano de dos películas, El Crack (1960), una maravillosa fábula sobre las frustraciones, la angustia y en especial la corrupción de la industria deportiva millonaria por excelencia, el fútbol, y Los Muchachos de Antes no Usaban Arsénico (1976), una comedia negra deliciosa que recorrió con inteligencia y un sutil histrionismo las diferencias sociales transversales en cuanto a edad y género sexual dentro de la burguesía de las grandes metrópolis modernas.
Martínez Suárez, que como tantos otros realizadores de su tiempo empezó trabajando como asistente de dirección para gente de la talla de Leopoldo Torre Nilsson, Mario C. Lugones, Lucas Demare, Juan Carlos Thorry, Fernando Ayala y el mencionado Tinayre, tuvo una trayectoria como cineasta inusualmente escueta y coherente a nivel general ya que ninguna de sus películas baja de un promedio de calidad más que atendible, con la única excepción de Viaje de una Noche de Verano (1965), un film ómnibus de marco musical codirigido junto a Rodolfo Kuhn, Carlos Rinaldi, René Mugica, Rubén W. Cavallotti y Ayala. Desde la sensibilidad y la astucia de retratos colectivos de impronta costumbrista como El Crack, Dar la Cara (1962) y Los Chantas (1975) hasta la pata criminal de su derrotero creativo, ya sea la bien ácida de Los Muchachos de Antes no Usaban Arsénico o la más seria de Noches sin Lunas ni Soles (1984), éste un policial negro hecho y derecho que ofició de “canto del cisne” con motivo de su retiro de la realización cinematográfica, el susodicho logró lucirse en medio del caos histórico de Argentina de la segunda mitad del Siglo XX y redondeó en su joya de 1976, estrenada a pocos días del Golpe de Estado del 24 de marzo que inauguró el salvaje y genocida Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), una diminuta obra maestra tendiente a la autoironía -en términos del séptimo arte criollo- porque incluye en su elenco a Mario Soffici, director legendario de la Época de Oro gracias a Prisioneros de la Tierra (1939) y Rosaura a las Diez (1958), entre otras, y a Mecha Ortiz, gran actriz que por cierto debutó en el convite al que hace referencia el título de manera cruel y socarrona, Los Muchachos de Antes no Usaban Gomina (1937), clásico de la comedia dramática argentina de Manuel Romero que tendría una cuasi continuación, La Rubia Mireya (1948), del mismo director, y una relectura muy innecesaria e inferior, aquella homónima de 1969 de Enrique Carreras. Los Muchachos de Antes no Usaban Arsénico, a su vez eje de otra remake hiper redundante, El Cuento de las Comadrejas (2019), del otrora discípulo Campanella, recicla fugazmente imágenes de Madame Bovary (1947), opus de Carlos Schlieper estelarizado por Ortiz, y enarbola una guerra de los sexos desde unas autovictimización y autoindulgencia cruzadas correspondientes a la tercera edad y sus muchos achaques tragicómicos en espiral.
El guión de Martínez Suárez y Augusto Giustozzi alias Gius, asimismo su colaborador en Los Chantas y sobre todo La Mary (1974), un recordado melodrama lunático dirigido por Tinayre y protagonizado por Susana Giménez y el boxeador Carlos Monzón, construye un lienzo mayormente estático a partir del desarrollo de personajes, la claustrofobia, el humor negro, la paciencia y una dosificación perspicaz de la información, esa que se nos brinda de modo escalonado porque en síntesis nuestro cuadro de situación resulta invariable: Mara Ordaz (Ortiz) es una ex actriz melancólica y algo mucho histérica de la Época de Oro que rememora sus viejas películas, siempre volviéndolas a ver en Super-8, y que vive con tres veteranos de su misma generación, Pedro (Arturo García Buhr), el marido parapléjico y sentimental de la mujer y también un otrora actor, Norberto Imbert (ese sublime Narciso Ibáñez Menta), ex médico de Mara que perdió su licencia por efectuar abortos y que estuvo casado con la mejor amiga de Ordaz, la hoy desaparecida Alicia, y Martín Saravia (Soffici, ni más ni menos), el ex empresario/ administrador/ manager de la intérprete que dilapidó gran parte del patrimonio acumulado y estuvo en pareja con la única hermana de la otrora estrella, Tomasa, quien falleció en un bizarro accidente doméstico cuando se resbaló y cayó por una escalera mientras enceraba los pisos de la mansión de Tigre, en el conurbano norte de Buenos Aires, en la que vivieron los tres matrimonios, casona de la pareja sobreviviente con orilla al río, huerta, gallinas y una cancha de bochas, el deporte por antonomasia de los jubilados argentinos. Toda la tranquilidad de la amistad masculina se ve amenazada por la idea de Ordaz de vender la propiedad y comprar un departamento en la Capital Federal para mudarse con su marido, dejando en un limbo al comprensivo Martín y al estratega principal del grupo, Norberto, planteo que incluye la llegada de una extraña a esta curiosa “familia”, Laura Otamendi (Bárbara Mujica), ninfa que oficia de agente inmobiliaria y de relaciones públicas de una Mara que anhela volver a actuar por más que el aislamiento de décadas la ha alejado de la industria cultural local, por ello se contenta con el hecho de que Otamendi manipule a Pedro para que consienta la venta y a sus dos amigotes para que no estorben en nada, lo que implica llevarles regalos, jugar con ellos a las bochas y usar su encanto rosa.
Con apenas tres catalizadores adicionales que van acercando el asuntillo hacia lo macabro, primero un intento de asustar/ matar de un infarto a Ordaz con una araña escondida, luego la necesidad de recuperar una pulsera muy valiosa para cubrir impuestos sin abonar de siete años atrás, brazalete de Tomasa que compartió el destino de su cadáver y que los veteranos deben recuperar para que la actriz no vaya a buscar al cementerio una tumba que no existe porque el cuerpo de su hermana está adentro de una de las dos estatuas del enorme jardín de Tigre, y finalmente una horchata con algo de cianuro en su interior que Ordaz y Otamendi beben campantes, mentira a la postre paradójica a instancias de Martín y Norberto para volcar a su favor esta “simple cesión de bienes”, la película sitúa al misterio en un lugar accesorio, ya que se sabe desde el vamos que los machos mataron a las otras dos hembras y de hecho decoraron la mansión con ellas gracias al hobby con el yeso del ex matasanos, y vuelca todas sus fichas hacia el dejo sarcástico y agridulce del relato en su conjunto, de allí las resonancias retóricas de Alfred Hitchcock Presenta (Alfred Hitchcock Presents, 1955-1962), la dupla gala de Henri-Georges Clouzot y Claude Chabrol e incluso aquellos Ealing Studios modelo el Alexander Mackendrick de El Quinteto de la Muerte (The Ladykillers, 1955) y el admirable Robert Hamer de Corazones Bondadosos y Coronas (Kind Hearts and Coronets, 1949). Martínez Suárez aquí retoma diversas marcas registradas de su cosecha, como la mordacidad, el fatalismo, los sueños rotos, la insensibilidad, el costumbrismo más o menos solapado, la estructura coral, las estupendas actuaciones del elenco y una química colectiva sin igual, y como decíamos anteriormente desparrama autoreferencias cinéfilas de la mano de una mención a uno de sus actores fetiches, Mario Roque Benigno, presente en El Crack y Los Chantas, y a través de la graciosa/ surrealista escena de Soffici aludiendo vía diálogos a sí mismo, precisamente en una secuencia de pesca a orillas del río en la que Benigno se transforma en un modelo a seguir para los veteranos ya que logró ingresar en su edad avanzada en la Casa del Teatro, una institución porteña que brinda albergue a artistas jubilados con pocos o nulos recursos económicos, misma exacta situación tácita de los tres varones a pesar de su soberbia y un simpático cinismo que suele rayar con la desesperación.
Más allá de otros dos pormenores insólitamente muy bien trabajados para el promedio del séptimo arte en castellano, hablamos del desprecio histórico del director y guionista hacia la hipocresía del mundo del espectáculo, por ello Laura define a las relaciones públicas como “el teatro en el mundo de los negocios” y aquel representante de jugadores en la anatomía de Jorge Salcedo de El Crack homologaba a la publicidad con “la mentira organizada”, y el excelente leitmotiv de Tito Ribero para Los Muchachos de Antes no Usaban Arsénico, en cierta medida equiparable al devenir jazzero de Leandro “Gato” Barbieri para Dar la Cara y esa gloriosa banda sonora tanguera de Astor Piazzolla y Viktor Schlichter alias Víctor Slister para El Crack, la propuesta asimismo se destaca por una ambición discursiva muy rara en el cine hispanoparlante que se mete sin medias tintas ni eufemismos con dos de los motivos favoritos del enclave anglosajón de mediados del Siglo XX, primero ese recurso de la fémina manipulada/ acosada/ inducida a una espantosa locura que nace con Luz de Gas (Gaslight, 1940), de Thorold Dickinson, y Rebeca, una Mujer Inolvidable (Rebecca, 1940), de Hitchcock, pasa por La Escalera de Caracol (The Spiral Staircase, 1946), de Robert Siodmak, y Perdón, Número Equivocado (Sorry, Wrong Number, 1948), de Anatole Litvak, y llega hasta El Sabor del Miedo (Taste of Fear, 1961), de Seth Holt, y Cálmate, Dulce Carlota (Hush Hush, Sweet Charlotte, 1964), de Robert Aldrich, y segundo la autocrítica de la industria cultural más pomposa, ocre y/ o miserable, pensemos no sólo en el cliché de siempre, El Ocaso de una Vida (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, sino también en La Malvada (All About Eve, 1950) de Joseph L. Mankiewicz, En un Lugar Solitario (In a Lonely Place, 1950), de Nicholas Ray, Nace una Estrella (A Star Is Born, 1954), de George Cukor, La Angustia de Vivir (The Country Girl, 1954), de George Seaton, Intimidad de una Estrella (The Big Knife, 1955), otro opus de Aldrich, Un Rostro en la Multitud (A Face in the Crowd, 1957), de Elia Kazan, El Dulce Aroma del Éxito (Sweet Smell of Success, 1957), de Mackendrick, e Imitación de la Vida (Imitation of Life, 1959), del querido Douglas Sirk. Anticipando el encierro, los autoengaños y el óbito generalizado de la dictadura militar y civil en ciernes, Martínez Suárez desromantiza en un mismo movimiento a la senilidad y lo femenino planteando distinciones en cada región, por ello los hombres disfrutan de la vejez mientras Mara la padece y por ello la masculinidad sólo es fuerte de manera mancomunada, reteniendo su solidaridad y su convivencia, la misión de cabecera, mientras lo femenino se mueve en un espectro variable que va desde la fragilidad de la actriz hasta la entereza y el maquiavelismo de Laura, la cual incluso vampiriza a Ordaz porque pretende adquirir ella misma la casona de Tigre para revenderla sacando una jugosa diferencia. Con la idea de fondo de denunciar la codicia capitalista y de señalar que la apariencia no es confirmación de nada porque lo que a priori parece inofensivo o quizás “inocente” puede ser sinónimo de canibalismo tácito, precisamente como la ancianidad o las mujeres, la epopeya se hace un festín con el confinamiento bucólico y piensa al crimen como garantía de derechos, así los machos matan a una comadreja que se come los huevos de sus gallinas y luego revientan a esas hembras humanas que los quieren privar del derecho a la amistad, el hogar, la libertad y su “forma de ser felices”, en sí pasando tiempo juntos a puro hedonismo autosuficiente…
Los Muchachos de Antes no Usaban Arsénico (Argentina, 1976)
Dirección: José A. Martínez Suárez. Guión: José A. Martínez Suárez y Augusto Giustozzi. Elenco: Narciso Ibáñez Menta, Mario Soffici, Arturo García Buhr, Mecha Ortiz y Bárbara Mujica. Producción: Héctor Bailez. Duración: 102 minutos.