Adiós a los Niños (Au Revoir les Enfants)

Víctimas y verdugos

Por Emiliano Fernández

Hubo una época en la que las películas autobiográficas -ya sea de parte del director y/ o del guionista- eran toda una institución en el séptimo arte porque la noción del autor estaba sin duda mucho más extendida y arraigada que en nuestro presente, en el que la mayoría del público tiene el cerebro entumecido por las franquicias interminables del mainstream y los supuestos cinéfilos de la vieja escuela se la pasan llorando ante el más mínimo indicio de rasgo idiosincrático porque ellos también desean consagrarse a la repetición de los mismos moldes impersonales bajo el manto de un clasicismo ya extinto. En este sentido Adiós a los Niños (Au Revoir les Enfants, 1987), escrita y dirigida por Louis Malle y basada en su infancia, es una anomalía no por sus características en sí, esas que por cierto responden al ABC del cine biográfico en formato de anécdotas particulares entrelazadas en función de un determinado tiempo y un determinado espacio, sino debido a que aparece en una fase ya en gran medida controlada por un cine popular infantilizado que pretende ser exportado al planeta en su totalidad y abarcar todos los segmentos posibles de un mercado cada día más subdividido y -en simultáneo- homogéneo al extremo de la exasperación por la recurrente falta de experiencias que se sientan específicas y/ o íntimas, esas que nos hablan de una vida en concreto y no de generalizaciones estandarizadas paupérrimas destinadas a nadie.

 

La película se centra en la Francia Ocupada durante la Segunda Guerra Mundial y en la relación de dos estudiantes cuya edad se ubica en el límite entre la niñez y la adolescencia, Julien Quentin (Gaspard Manesse) y Jean Bonnet (Raphael Fejtö), quienes asisten al muy rústico Colegio San Juan de la Cruz perteneciente a la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo u Orden de los Carmelitas, en términos prácticos una institución que cobija a hijos de familias de la alta burguesía capaces de pagar las mensualidades que exige un internado masculino de jornada completa. Si bien Julien -álter ego sutil de Malle- extraña mucho a su madre (Francine Racette), la cual reside en París y debe arreglárselas sola por un marido siempre ausente, y hasta vive a la sombra de su hermano mayor y ya bastante crecidito, el púber François Quentin (Stanislas Carré de Malberg), el joven frente a sus compañeros suele actuar rudo para hacerse respetar y en general es un buen estudiante en el devenir educativo diario. Justo en el primer día de vuelta a clases el Padre Jean (Philippe Morier-Genoud), la máxima autoridad, introduce al alumnado de la edad de Julien a un nuevo compañero, Bonnet, un purrete que de a poco desarrolla una amistad con Quentin basada en las idas y vueltas de la infancia y sobre todo en la enorme fascinación que le genera a Julien el secreto que descubre al investigar a su cofrade, nada menos que su condición de judío.

 

El realizador construye un relato de impronta naturalista y muy dinámica que honra la que fuera su marca formal por antonomasia desde los comienzos de su carrera, léase edificar un desarrollo que da la sensación de mundanidad pasajera cuando en realidad en esas pequeñas situaciones cotidianas se están jugando ingredientes centrales de la trama en cuestión: paulatinamente vamos siendo testigos de la dialéctica sádica entre los estudiantes, siempre en una lucha cruenta por imponerse mediante abusos varios, bromas verbales y contiendas improvisadas en el recreo, planteo que asimismo tiene su duplicado en el mundo de los adultos vía ese conflicto bélico que asoma su cabeza a través de amenazas como las sirenas que obligan a refugiarse, la presencia esporádica de soldados alemanes y el mismo patrullar de las milicias colaboracionistas en busca de hebreos u opositores que enviar a los campos de concentración nazis desperdigados por Europa. Sin embargo el trabajo de Malle, a diferencia de tantas propuestas semejantes, no se engolosina con el peligro permanente al punto de perder el interés en la naturaleza prosaica del fluir escolar y sus protagonistas, más bien todo lo contrario, ya que aquí tenemos un énfasis muy marcado en torno a la amistad taciturna -y un tanto neurótica- modelo masculina y a detalles como el enamoramiento platónico de Julien con su profesora de piano, la hermosa Señorita Davenne (Irène Jacob).

 

Desde el vamos queda en claro que Adiós a los Niños representa la cúspide de la última etapa de la trayectoria del francés, cuando ya había dejado atrás sus primeros clásicos en línea con Ascensor para el Cadalso (Ascenseur pour l’échafaud, 1958), Los Amantes (Les Amants, 1958), El Fuego Fatuo (Le Feu Follet, 1963), Soplo al Corazón (Le Souffle au Coeur, 1971) y Lacombe Lucien (1974), y entraba en esa madurez nostálgica propia de su mudanza a Estados Unidos, la que caracterizó a recordados opus como Niña Bonita (Pretty Baby, 1978), Atlantic City (1980), Mi Cena con André (My Dinner with André, 1981), Una Vez en la Vida (Damage, 1992) y Vania en la Calle 42 (Vanya on 42nd Street, 1994). Muchos son los elementos que dicen presente en las diminutas situaciones que despliega la película sobre dos ejes principales, la violencia sincera de la juventud (Joseph, el ayudante cojo de cocina del establecimiento interpretado por François Négret, es el que peor la pasa porque es tomado de punto por prácticamente todos los alumnos del San Juan de la Cruz, los cuales lo martirizan a más no poder de manera constante) y el encanto/ repulsión del mundo femenino (Davenne anda por ahí rompiendo corazones sin siquiera proponérselo, circunstancia que no impide que -por ejemplo- François, el hermano de Julien, afirme que el padre de ambos debe estar de juega en juerga porque “las mujeres son todas putas”).

 

En consonancia con este estudio de fondo acerca de una convivencia forzada tendiente a la abulia escolar, otra de las dimensiones fundamentales del entramado narrativo es la de la traición, que funciona como la contracara de la solidaridad naciente entre aparentes opuestos, el niño católico y el niño judío: cuando la Señora Perrin (Jacqueline Paris), la jefa de la cocina, descubre que Joseph robaba provisiones del colegio y las revendía en el mercado negro, el joven aprovecha para vengarse de sus victimarios delatando a todos los estudiantes que actuaron como sus clientes, y como el Padre Jean lo echa de la escuela, el lugar donde dormía además de trabajar, el muchacho luego redobla la apuesta y denuncia a la institución ante la Gestapo como un albergue de judíos infiltrados entre los cristianos, lo que desemboca en el arresto de tres alumnos hebreos y ese director benévolo que pretendía protegerlos de las razias antisemitas de los nazis. El film de Malle por un lado quiebra la vieja representación de las cúpulas católicas como un antro homogéneo de colaboradores o fascistas sin remedio, hoy hasta subrayando las denuncias enérgicas del Padre Jean en torno a la obligación de los ricos en lo que a la caridad hacia los pobres se refiere, y por el otro construye una estructura retórica muy interesante en la que pensar el vínculo entre víctimas y verdugos y la facilidad con la que dichos roles pueden darse vuelta en un santiamén…

 

Adiós a los Niños (Au Revoir les Enfants, Francia/ Italia/ República Federal de Alemania, 1987)

Dirección y Guión: Louis Malle. Elenco: Gaspard Manesse, Raphael Fejtö, Francine Racette, Stanislas Carré de Malberg, Philippe Morier-Genoud, François Berléand, Peter Fitz, Irène Jacob, François Négret, Pascal Rivet. Producción: Louis Malle. Duración: 104 minutos.

Puntaje: 8