Batallas sin Honor ni Humanidad (Jingi naki Tatakai)

Violencia, lenguaje universal

Por Emiliano Fernández

De un modo similar a lo ocurrido en relación a la distancia simbólica, formal y doctrinaria entre el humanismo de los autores japoneses clásicos inmediatamente posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial, en línea con Kenji Mizoguchi, Akira Kurosawa, Yasujirô Ozu y Masaki Kobayashi, y el existencialismo ácido y cuasi terrorista de los directores que los sucedieron en el contexto de la Nueva Ola Japonesa de las décadas del 60 y 70, señores variopintos que incluyen a Nagisa Ôshima, Hiroshi Teshigahara, Shôhei Imamura, Kaneto Shindô, Toshio Matsumoto y Yasuzô Masumura, entre otros, el cine comercial nipón de la segunda mitad del Siglo XX asimismo experimentó una metamorfosis hacia el cinismo y en este sentido basta con tener presente el desarrollo del acervo de los yakuzas, un enclave que había comenzado durante la etapa muda retratando a los bakutos, los jugadores ambulantes precursores de la mafia vernácula, en tanto ladrones o forajidos socialmente idealizados y forzados a vivir fuera de la ley a lo Robin Hood, panorama que se extiende y se complejiza durante la primera etapa -en los años 50 y 60- del cine moderno de gangsters o ninkyo eiga, algo así como un equivalente al cine de samuráis o chanbara del mismo período porque se pintaban a los yakuzas como unos caballeros honorables que se debatían entre el “deber ser” de aquel código de honor heredado del bushidô y sus deseos personales como hombres complejos en un mundo donde las situaciones y las decisiones nunca son del todo negras o blancas sino que abarcan una amplia gama de grises. No obstante el cambio verdadero llegaría en la década siguiente, en los agitados y nihilistas años 70, cuando el ninkyo eiga muta en jitsuroku eiga o films basados en hechos reales, eufemismo para un ciclo de obras efectivamente inspiradas en la realidad aunque hiper exacerbadas en su descripción de la violencia entre los clanes mafiosos, amén del hecho de ahora ya no consagrarse a la Era Meiji (1868-1912) o a la Era Taishô (1912-1926) sino a ese Japón posterior a la Segunda Guerra Mundial de cobardes apenas ocultos y osados que recibían puñaladas en la espalda.

 

Como si el frenesí revolucionario posterior al Mayo Francés de 1968 -un esquema que a nivel japonés derivó en el surgimiento de la Nueva Izquierda, algunos actos terroristas y una andanada de protestas masivas estudiantiles/ universitarias- forzase la caducidad de las representaciones romantizadas o ingenuas de las luchas locales de poder, para entrados los 70 el chanbara y el ninkyo eiga habían desaparecido y lo que dominaba era el jitsuroku eiga de cadencia documentalista y Clase B de Toei Company, una productora que se asoció al gran artífice del aggiornamiento violento y descocado de turno, Kinji Fukasaku, realizador muy prolífico que por un lado ya arrastraba una extensa carrera desde principios de los 60 especializada en una amalgama freak de film noir, cine de acción, drama criminal y thrillers vertiginosos, eje digno de un caos anímico que fue puliendo de a poco, y por el otro lado incluso había coqueteado con el mercado angloparlante mediante dos experimentos, uno fallido, la propuesta de ciencia ficción El Cieno Verde (The Green Slime, 1968), y el otro exitoso, el tanque bélico ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! (1970), codirigido por Richard Fleischer y Toshio Masuda luego de que la 20th Century Fox lo seleccionase para sustituir a Kurosawa, rubro en el que de inmediato reincidiría mediante Bajo la Bandera del Sol Naciente (Gunki Hatameku Motoni, 1972). Cuando filma la película que desencadenaría con toda su fuerza el jitsuroku eiga, Batallas sin Honor ni Humanidad (Jingi naki Tatakai, 1973), Fukasaku había anticipado muchos de sus truquillos por venir en un opus previo de gangsters, Yakuza Moderno: Asesino Fuera de la Ley (Gendai Yakuza: Hito-kiri Yota, 1972), que también desde el mismo título nos aclaraba su brutalidad anarquista cual encadenamiento rabioso de homicidios, avaricia, traiciones, reagrupamientos de fuerzas, balaceras, castigos, socorros, persecuciones cruzadas y sobre todo una cultura callejera proto punk que hace del realismo sucio y la honestidad de la violencia, verdadero lenguaje universal, sus banderas en medio de escenas de acción grupales que niegan el cliché occidental de “uno solito contra todos”.

 

Inspirado en unas notas de Kôichi Iiboshi para la revista Sankei Semanal (Shukan Sankei), a su vez basadas en un manuscrito autobiográfico que el yakuza Kôzô Minô había escrito en prisión sobre sus simpáticas tropelías en la Prefectura de Hiroshima tanto durante la ocupación estadounidense, desde 1945 a 1952, como en la fase posterior hasta mediados de los 50, el guión de Batallas sin Honor ni Humanidad, escrito por el demente de Kazuo Kasahara, un socio repetido de Fukasaku, es un relato coral típico del cine independiente nipón, episódico y furiosamente comercial de la época que deambula alrededor de un sinfín de situaciones tendientes a describir la puja de poder en el seno de los sindicados mafiosos y entre éstos y las elites políticas, la policía, las fuerzas norteamericanas de invasión, los militares y la oligarquía empresaria en pos de hegemonizar los negocios interconectados de la reconstrucción nacional, las drogas, el juego, el chantaje, la usura, el contrabando, el lavado de dinero, la prostitución, el sicariato y los secuestros extorsivos. Apenas en los primeros quince minutos de metraje ya nos topamos con una violación de milicos yanquis contra una japonesa en un campo de concentración, un par de brazos cortados por yakuzas, algo de represión policial, una cazuela de arroz caído al piso y una cabeza gigante de cerdo, un sujeto con la mollera abierta por un corte de katana, otro al que le dan una paliza, el fusilamiento de un gangster borracho y psicópata, un motín y batalla campal en una cárcel, un brindis con sangre succionada cual juramento entre hermanos del corazón y para colmo un harakiri/ seppuku destinado a forzar una libertad bajo fianza, en suma un huracán de vehemencia en el que de a poco se van perfilando los tres personajes cruciales, primero Shozo Hirono (Bunta Sugawara), álter ego de Minô y un veterano de guerra honorable que muta en yakuza, después Tetsuya Sakai (Hiroki Matsukata), un colega mafioso que busca independencia, y tercero Yoshio Yamamori (Nobuo Kaneko), el patriarca de la Familia Yamamori y ejemplo de una ambigüedad ética llevada a la genuflexión y/ o el narcisismo.

 

La multiplicidad de personajes, el latiguillo de “lealtad versus perfidia” y motivos varios adicionales como los encargos homicidas, el fariseísmo, la tortura, la ambición ciega y el desmembramiento intra clan, ya sea por peleas de egos inflados o por guerras con otras familias o por líderes llorones, segundones ultra crédulos y brazos armados que anhelan separarse del cuerpo, se unifican a la perfección con el estilo paradigmático del tremendo Fukasaku, una usina de detalles pirotécnicos, surrealistas y por entonces revolucionarios como la cámara en mano, esos primeros planos furiosos, títulos aclaratorios incesantes, imágenes congeladas, zooms hiper veloces, una generosa dosis de gore, el vuelco del color al blanco y negro y viceversa, la reiteración del hilarante leitmotiv musical de Toshiaki Tsushima, muchos planos holandeses, la intervención ocasional de un narrador en voice over (Asao Koike), una edición brusca a instancias de Shintarô Miyamoto y por supuesto un desenlace repentino y un claro contrapunto -ya avanzada la trama- entre momentos de relativa quietud e instantes de efervescencia a mil revoluciones por minuto, este último un recurso que iría a parar al cine de cultores tardíos del jitsuroku eiga como Takeshi Kitano y Takashi Miike, amén de inspirar en parte parodias futuras de Hiroyuki Tanaka alias Sabu y de Jûzô Itami, quien fuese golpeado y eventualmente asesinado por la yakuza a raíz de la película satírica Minbo (Minbô no Onna, 1992). Fukasaku dirigiría otras faenas criminales memorables, como Cementerio de Honor (Jingi no Hakaba, 1975) o las cuatro secuelas de 1973 y 1974 de la epopeya que nos ocupa o aquella trilogía autónoma que comenzaría con Nuevas Batallas sin Honor ni Humanidad (Shin Jingi naki Tatakai, 1974), sin embargo la propuesta original continúa funcionando como un faro iconoclasta que no pinta un lienzo de un mundo utópico sino que retrata la mugre existente, aquí un maquiavelismo de bandos eternamente trastocados o saboteados en los que literalmente nadie -incluso el espectador, en muchísimas ocasiones- sabe bien quién es quién en términos de amistad o enemistad…

 

Batallas sin Honor ni Humanidad (Jingi naki Tatakai, Japón, 1973)

Dirección: Kinji Fukasaku. Guión: Kazuo Kasahara. Elenco: Bunta Sugawara, Hiroki Matsukata, Nobuo Kaneko, Kunie Tanaka, Eiko Nakamura, Tsunehiko Watase, Gorô Ibuki, Toshie Kimura, Tamio Kawaji, Asao Koike. Producción: Koji Shundo y Goro Kusakabe. Duración: 99 minutos.

Puntaje: 10