Parte del ciclo de dramas del cineasta británico Peter Yates, aquel del neoclásico deportivo Los Muchachos del Verano (Breaking Away, 1979) y las correctas John y Mary (John and Mary, 1969) y Aprendiendo a Vivir (Roommates, 1995), El Vestidor (The Dresser, 1983) constituye el típico ejemplo de film que en el momento de su estreno estuvo en boca de todos y hoy por hoy ha caído en un relativo olvido porque sólo se lo tiene presente en la memoria cultural vernácula, la inglesa, algo que precisamente niega la recepción mucho más planetaria de su tiempo al punto de haber sido nominado a cinco Oscars, nada menos que Mejor Película y Director para Yates más Guión, a cargo de Ronald Harwood, y Actor Principal, tanto para Albert Finney como para Tom Courtenay, ambos figuras ilustres de la generación de la Nueva Ola Británica de finales de los años 50 y comienzos de la década siguiente. Más allá de la explicación coyuntural para el ninguneo de turno durante el Siglo XXI, una época bobalicona en la que no tiene cabida esta clase de dramas intimistas que indagan de manera meticulosa en determinado ideario nacional en detrimento de cualquier pretensión de universalidad uniformizadora a lo Hollywood o servicios posmodernos de streaming, El Vestidor de hecho analiza e incluso desarma la idiosincrasia británica y su particular amalgama de parsimonia e histrionismo como si estuviésemos hablando de un ADN cultural en el que la afectación viene ratificada por la ciclotimia o la bipolaridad más irónica, capaz de saltar de un extremo anímico a otro sin que se despeine el peluquín de la superioridad moral, el egocentrismo y el tufillo imperialista xenófobo marca registrada. La anécdota autobiográfica de Harwood, famoso por Siete Hombres al Amanecer (Operation Daybreak, 1975), de Lewis Gilbert, Una Lección de Vida (The Browning Version, 1994), de Mike Figgis, Llanto por la Tierra Amada (Cry, the Beloved Country, 1995), de Darrell Roodt, El Pianista (The Pianist, 2002), de Roman Polanski, La Escafandra y la Mariposa (Le Scaphandre et le Papillon, 2007), de Julian Schnabel, y Tomando Parte (Taking Sides, 2001) y Conociendo a Julia (Being Julia, 2004), ambas de István Szabó, está basada en la obra de teatro homónima de 1980 del propio Ronald, quien trabajó entre 1953 y 1958 de encargado de vestuario de Sir Donald Wolfit, un actor muy grandilocuente y por entonces avejentado que toda su vida fue conocido y muy celebrado por sus giras a lo largo y ancho del Reino Unido representando un surtido de piezas emblemáticas de William Shakespeare.
Más que trama tradicional estamos ante un retrato de personajes que se centra en la relación entre el alter ego de Harwood, Norman (Courtenay), y el sustituto de Wolfit, simplemente conocido como Sir (Finney), el cual en medio del Blitz, léase aquellos bombardeos de 1940 y 1941 de Adolf Hitler sobre Gran Bretaña en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, se muestra obsesionado con seguir adelante con un tour teatral que lo lleva desde el interior del país, donde interpretó el rol titular en Otelo (Othello, 1603), hacia Bradford, metrópoli donde encarnará en el Teatro Alhambra al protagonista excluyente de El Rey Lear (King Lear, 1605), cuya locura in crescendo resulta todo un espejo de la praxis actoral. Norman, un hombre afeminado y alcohólico que no se despega en ningún momento de Sir porque lo conoce hasta la médula y anticipa cada uno de sus delirios narcisistas, efectivamente lleva la friolera de 16 años oficiando de sirviente bajo el eufemismo de ser apenas su vestuarista, en esencia el único que consigue controlarlo en su demencia porque ni su esposa actriz, Su Señoría (Zena Walker), ni su amante del plano de los asistentes, Madge (Eileen Atkins), pueden hacer que se maquille, se vista y recuerde sus diálogos en los momentos posteriores a fugarse de un hospital luego de hacer un escándalo en una plaza y mercado de Halifax, en las afueras de Bradford. Si por un lado nos topamos con un tirano frágil e infantilizado de vieja escuela, con la destreza de imponerse en público aunque siendo una piltrafa en el ámbito de lo privado, por el otro lado está ese sirviente mariquita que se inmola por su amo con gusto y adopta un enfoque casi maternal o matrimonial o de enfermero psiquiátrico al momento de protegerlo a diario de sí mismo y de un entorno bélico que no perdona a nadie, magnificando cada tribulación a medida que escuchamos las sirenas provocadas por los sucesivos ataques aéreos de los nazis. El trabajo, una suerte de mecanismo de reafirmación identitaria, a veces funciona de panacea al extremo de contrapesar el deterioro heterogéneo a causa de la locura, la vejez y el hastío profesional, por ello la lucha y la supervivencia, como dicen Sir y su lacayo, son las estrategias u horizontes conceptuales para escapar de la decadencia de una amnesia abúlica que priva de toda estabilidad. La compañía artística, por su parte, bordea la autoparodia o el absurdo de impronta pesadillesca por la acumulación de teatros destruidos, actores buenos/ sanos reclutados para el frente de combate y la necesidad de fondo de tener que conformarse con intérpretes mediocres, añejos o un tanto pasmados.
Aquí el capricho, la egolatría y la vehemencia se mezclan con el trastorno psiquiátrico del jerarca de la troupe, lo que repercute en la sensación del espectador de por momentos estar frente a una sátira del arte en su conjunto y su capacidad para influir socialmente desde esa mentira preciosista o lírica o estrafalaria que refleja y/ o refracta la realidad, en pantalla un backstage bien patético cual edificio a punto de derrumbarse. El Vestidor, asimismo, puede pensarse como un homenaje farsesco al automatismo de determinados oficios que implican la repetición ordenada de acciones y palabras símil ritual mecanicista, en este sentido la actuación naturalista moderna, la que engloba en gran parte el film, se opone a la hipérbole siempre grotesca o barroca del teatro shakespeariano, esa de la obra representada aunque también del camerino de Sir y sus intercambios furiosos con sus colegas, los técnicos, los encargados de escena y especialmente Norman, asistente multiuso que bordea la esclavitud y debe recordarle su primera línea de diálogo en El Rey Lear a pesar de haber interpretado el personaje con anterioridad en 226 ocasiones. La odisea de Yates, célebre por sus thrillers criminales en línea con El Golpe del Siglo (Robbery, 1967), Bullitt (1968), Los Increíbles Cuatro (The Hot Rock, 1972) y Los Amigos de Eddie Coyle (The Friends of Eddie Coyle, 1973), incluye desde una rivalidad/ duelo con un actor más joven, Oxenby (Edward Fox), a quien la criatura de Finney considera una competencia de temer porque cree ver en él una versión pretérita de sí mismo, hasta un gracioso ataque a los críticos, a los que el mandamás califica de tullidos, deficientes mentales y muertos que no merecen siquiera el odio, sólo la compasión, sin olvidarnos de la estupenda y orgiástica secuencia de la tormenta, cuando casi todos -Norman y Oxenby incluidos- apuntalan tras bambalinas un momento clave de la obra haciendo el mayor alboroto posible, instante que de paso subraya la distancia entre Sir y los demás miembros de su compañía porque mientras estos últimos alcanzan sin duda una cumbre catártica, el primero apenas abandona el escenario vuelve a denigrarlos y de golpe escupe delirios megalómanos como “yo soy la tormenta”. Si la lisonja se da cita en tanto arma que apuntala egos propios y ajenos y viabiliza de por sí la actuación retroalimentando toda efusividad, el talento se asemeja a una destreza inclasificable que podemos encontrar incluso en un demente y anciano que está cerca tanto del retiro como de la muerte, algo que se desprende no sólo de su colección de desvaríos sino también de un agotamiento terminal.
En medio de tamaña desromantización en términos sarcásticos generales, el alcoholismo se abre camino como una de las características fundamentales de esta cultura popular inglesa, aquí representado en la petaca de brandy de Norman, especie de comodín o “antídoto” para darse fuerzas y seguir soportando el basureo de su empleador/ amo, y por cierto el cotilleo de camarines y la estructura jerárquica sadomasoquista dentro de la compañía, ingredientes de toda discriminación prosaica que se precie de tal, aparecen mediante la figura ausente de Davenport Scott, un actor muy bastardeado que es foco de diversas conversaciones porque interpretada al Bufón en El Rey Lear y terminó preso hace poco por razones desconocidas, eventualmente siendo reemplazado por un tal Geoffrey Thornton (Lockwood West). El misterio y el poder detrás del arte, nociones en boca de una tramoyista/ utilera y aspirante a actriz que coquetea con la posibilidad de acostarse con Sir, su ídolo dentro del rubro que nos ocupa, Irene (Cathryn Harrison), están personificados de manera cabal en el personaje de Finney, de allí se deduce el declive humanizador del veterano a instancias de la verdad y la vulnerabilidad, estas últimas precisamente simbolizadas en aquella secuencia en la que pretende levantar a Irene como si se tratase de un posible reemplazo de su esposa, quien interpreta a Cordelia en El Rey Lear, hija menor del monarca que es alzada ya fallecida por el susodicho en los segundos previos a su óbito, en este sentido Norman le aclara a la ninfa que Sir no busca novedad o amantes jóvenes, hermosas y con cualidades de estrella sino mujeres delgadas, que coman poquito, cual pragmatismo seco del fanático del trabajo. La teatralidad como latiguillo se vincula a la exageración arriba y debajo del escenario, así los lúmpenes del arte están equiparados en simultáneo a Sir y su vestidor, éste un exponente de los ayudantes, técnicos y criados tácitos que posibilitan la pantomima elevada de la cultura, pensemos para el caso que la competencia del encargado de vestuario en cuanto a intimidad compartida e influencia sobre Sir no es la esposa, una mujer que ya no tiene interés alguno en un hombre insufrible, sino la amante de los años mozos, Madge, y la ninfa aludida de utilería, Irene, quien casi le quiebra la espalda al carcamal al dejarse levantar. El fetichismo para con la belleza del hecho artístico choca en el metraje con la contingencia de la muerte a la vuelta de la esquina, con las enemistades patéticas varias y con la convivencia familiar entre los artistas y estos colaboradores en las sombras, atrincherados respectivamente en la gloria y el olvido por una injustica comunal de base. Cuando en el desenlace el intérprete reverenciado fallece de agotamiento después de la función, quedando sólo el verborrágico Norman frente al cadáver, se hace evidente que la moraleja de la propuesta tiene que ver con la frustración, “cuanto más pequeño eres, más grande es la pena”, y con el doble hecho de que la esclavitud nunca paga bien y nuestra orfandad es completa cuando se confunde al tirano al que se sirve con un amigo o un igual, a pesar del ninguneo que supo prodigar hasta sus últimos estertores o hasta esa dedicatoria ultra ingrata de la autobiografía sin terminar…
El Vestidor (The Dresser, Reino Unido, 1983)
Dirección: Peter Yates. Guión: Ronald Harwood. Elenco: Albert Finney, Tom Courtenay, Edward Fox, Zena Walker, Eileen Atkins, Cathryn Harrison, Lockwood West, Michael Gough, Betty Marsden, Sheila Reid. Producción: Peter Yates. Duración: 119 minutos.