Felicidad (Happiness)

Yo también quiero acabar

Por Emiliano Fernández

Cine independiente siempre hubo a lo largo y ancho de la historia del séptimo arte como un ecosistema al margen del mainstream ficcional redundante, tanto en ferias, exposiciones y proyecciones privadas -casi siempre vinculadas a la primera pornografía o stag film- como en materia de películas institucionales o educativas encargadas por el Estado en cada rincón del planeta. Ahora bien, el indie moderno como hoy lo conocemos nace en la década del 60 por una variedad de factores y procesos que tienen que ver con la eclosión de la revolución contracultural/ hippona/ sexual/ política de aquellos años, la aparición de la televisión en los 50 como principal competencia en este gremio audiovisual, la salida al mercado de las primeras cámaras compactas del formato Super-8, el surgimiento subsiguiente de una generación de aficionados que pudieron filmar lo que quisiesen a bajo costo por primera vez, las necesidades expresivas insatisfechas del público de la época -ávido de una mayor carga erótica y violenta en las películas, algo que el Hollywood tradicional no ofrecía- y finalmente la popularización del cine de autor y su primo experimental gracias a nociones analíticas patentadas por la revista Cahiers du Cinéma y ese movimiento galo avant-garde de los 50 y 60 conocido como Nouvelle Vague. Si bien el rubro independiente siempre fue heterogéneo y abarcó propuestas profundamente contrastantes, es posible aseverar que en términos históricos se orientó a un claro rechazo a las imposiciones narrativas bobaliconas, demagógicas, repetitivas y/ o vulgares del establishment de la industria cultural -a veces por cuestiones ideológicas, en otras ocasiones sólo por las limitaciones transitorias de un bajo presupuesto- y que la producción en general puede dividirse por décadas según el tono del sentir del momento, por ello en los 60 el indie fue intermitentemente lisérgico y guerrillero, en los 70 nihilista y semi existencial, en los 80 y 90 decididamente sarcástico, ampuloso y bastante cínico y en lo que atañe al nuevo milenio todo se terminó volcando a una acepción preciosista de pretensiones líricas que ya no atesora demasiadas diferencias con respecto al mainstream más inofensivo o light centrado en la alienación urbana de la posmodernidad.

 

Una de las joyas del indie de fines del Siglo XX es Felicidad (Happiness, 1998), el tercer largometraje del querido Todd Solondz, denuncia de la farsa de la respetabilidad burguesa y la corrección política y una obra maestra digna del humor negro más hiriente, seco y hasta depravado. El guión del director gira alrededor de las tres hermanas Maplewood, la mayor Trish (Cynthia Stevenson), la del medio Helen (Lara Flynn Boyle) y la menor Joy (Jane Adams): Trish es una burguesa tarada de clase alta que tiene tres hijos y está casada con un psicólogo pedófilo, Bill (Dylan Baker), quien siempre está a punto de violar a su vástago mayor, el precoz y muy interesado en el sexo Billy (Rufus Read), y efectivamente droga y penetra analmente a dos nenes de unos once años, Ronald Farber y el amanerado Johnny Grasso (Evan Silverberg), compañeros de clase de Billy, lo que genera una investigación policial, que le pinten en la fachada de su casona “violador en serie, pervertido” y su raudo arresto, cuya contracara es la ignorancia de la presuntuosa Trish del “hobby” de su marido y la mudanza de la mujer al condominio de sus padres en plena separación, Mona (Louise Lasser) y Lenny (Ben Gazzara), la primera atravesando una crisis psicológica y el segundo protagonizando un cuasi affaire con una vecina, Diane Freed (Elizabeth Ashley), panorama que nos deja con una Helen que es una escritora exitosa, promiscua y banal especializada en poemas de violación crónica y obsesionada con unas llamadas obscenas que resultan ser de un paciente de Bill y vecino onanista de su propio edificio, Allen (aquel extraordinario Philip Seymour Hoffman), quien por un lado inicia una relación con una gorda aburrida y psicópata, Kristina (Camryn Manheim), que mató y le cortó el pene a su portero porque la violó, Pedro (José Rabelo), y por el otro lado asimismo llama por teléfono a Joy, la cual rechaza a un tal Andy (Jon Lovitz) que pronto se suicida, deja su trabajo en telemarketing y comienza a desempeñarse como docente sustituta para inmigrantes, así conoce al taxista ruso Vlad (Jared Harris), quien le roba su guitarra y su equipo de música después del coito y le regala una paliza de parte de Zhenia (Marina Gayzidorskaya), pareja oficial del varón.

 

Felicidad puede leerse, como alguna vez fue definida, como la Armagedón (Armageddon, 1998) del indie de los 90, una propuesta que lleva hasta la hipérbole -de un modo similar al bodriazo de Michael Bay, precisamente- todos los rasgos de su tiempo del nicho artístico de turno, sobre todo esa ironía cruel e ingeniosa muy de la época que se lanzaba contra las clases media y alta, su tendencia a autosabotearse y en general la propensión del habitante actual a encerrarse en burbujas en las que la comunicación con el exterior es imposible y la autoindulgencia viene disfrazada de un combo de masoquismo, soledad, discriminación al diferente, sadismo, utopías varias, necedad, cobardía, escapismo o negación, compulsiones, anhedonia, egoísmo y hobbies estúpidos e intercambiables. El film forma parte de lo que se puede catalogar como la evidente trilogía de oro de Solondz luego de su decepcionante y muy poco vista ópera prima, Miedo, Ansiedad & Depresión (Fear, Anxiety & Depression, 1989), hablamos de ese trío satírico brillante que se completa con las recordadas Mi Vida es mi Vida (Welcome to the Dollhouse, 1995) y Storytelling (2001), joyas muy cercanas a lo que sería una versión hardcore de Woody Allen que dejarían paso a la interesante aunque inferior Palíndromos (Palindromes, 2004), la cual respeta la estela de siempre de la parodia social hiper ácida aunque recuperando el motivo surrealista del “mismo personaje mediante diferentes actores” de Ese Oscuro Objeto del Deseo (Cet Obscur Objet du Désir, 1977), la última obra del genial Luis Buñuel. Lejos en materia de calidad de las odiseas más recientes de Solondz, las melancólicas y de todas formas dignas Mi Novia Ideal (Dark Horse, 2011) y Perro Salchicha (Wiener-Dog, 2016), y también superando a aquella secuela bizarra que nadie esperada con un elenco distinto para las hermanas Maplewood y todo su círculo de allegados, La Vida en Tiempos Difíciles (Life During Wartime, 2009), Felicidad en gran medida es una reformulación conceptual bastante exacerbada de Interiores (Interiors, 1978) y Hannah y sus Hermanas (Hannah and Her Sisters, 1986), ambas de ese inquieto Allen de los años 70 y 80 -en plan bergmaniano- que jugaba en los extremos del drama y la comedia.

 

Solondz exprime al máximo un elenco estupendo, piensa el sustrato disparatado y a veces peligroso de las fantasías sexuales y los ideales de gratificación y opina, con toda la razón del mundo, que este desfile de delirantes, ególatras, frustrados y víctimas reconvertidos en victimarios -y viceversa- son el modelo estándar de la humanidad porque dentro de cada hogar habitan deseos y depravaciones reprimidas a punto de estallar bajo las circunstancias “propicias”, de allí que el gran fetiche del cine del director y guionista norteamericano sean las situaciones que indagan en el tabú o en lo socialmente prohibido aunque sin descuidar el carácter patético, superficial, asimétrico y ultra ridículo que subyace en los intercambios cotidianos, por ello mismo dos de los diálogos más citados/ recuperados a posteriori por los cinéfilos son primero los del final entre la excrementicia Helen y la imbécil eterna de Joy, aquello de “no me estoy riendo de ti, me estoy riendo contigo” y el remate de “pero yo no me estoy riendo”, y segundo el latiguillo de parte de Billy, “yo también quiero acabar”, un mocoso que jamás deja de interrogar a su padre pederasta sobre la eyaculación, el pene, la masturbación e incluso acerca de una potencial violación contra su persona, esquema que a su vez tiene que ver con el choque entre la perspectiva social foránea internalizada por los sujetos y la praxis concreta real que siempre termina siendo mucho peor que lo imaginado a priori. En este sentido, la angustia y la hipocresía constituyen los núcleos por antonomasia de la vida adulta y los experimentos en la pedagogía de la humillación y del placer -Billy finalmente acaba mientras espía a una rubia tetona tomando sol desde el balcón de la casa de sus abuelos, en la Florida- enmarcan la existencia infantil, una ingenua aunque ya tan obsesiva como la de la mayoría de edad futura. La sinceridad, las ilusiones deshechas y los intentos por agradar al prójimo aquí se dan la mano con el parasitismo, la explotación, la vacuidad o ruina moral y una soberbia que se ve permanentemente en la condescendencia y las burlas implícitas de Trish y Helen hacia esa Joy de la perfecta Adams, el saco de boxeo de la parentela y clásico bípedo que hace del martirio sin sentido alguno su razón de vida…

 

Felicidad (Happiness, Estados Unidos, 1998)

Dirección y Guión: Todd Solondz. Elenco: Philip Seymour Hoffman, Lara Flynn Boyle, Jane Adams, Dylan Baker, Cynthia Stevenson, Jared Harris, Rufus Read, Ben Gazzara, Louise Lasser, Camryn Manheim. Producción: Ted Hope y Christine Vachon. Duración: 140 minutos.

Puntaje: 10